Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 4: 42-44
Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor eternamente
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 4: 1-6
Evangelio: Juan 6: 1-15.
Admirar, adorar y amar al Único Dios, consolida la fraternidad e impulsa a ir más allá de la mirada, a compartir lo poco o mucho que tengamos, a ser sabios en el uso de los bienes de la tierra, de manera que no sean tropiezo para alcanzar los bienes que perduran. Los profetas vivieron siempre “a la sombra de Dios”, a la altura del llamamiento que habían recibido; la claridad de percepción, que venía desde dentro, les hacía ver de otra manera la inmediatez de la realidad, esa, la que la pequeña y limitada lógica consideraría ya impuesta e insuperable; sentían constante la presencia del Señor, presencia actuante que abre horizontes insospechados, acalla dudas y quiebra impotencias.
Eliseo recibe el regalo de un hombre sin nombre, pero que cree en Dios y lo manifiesta en la acción, “traía, para el siervo de Dios, como primicias, veinte panes de cebada y grano tierno en espiga”. El profeta abre el corazón y las manos a los demás: “Dáselos a la gente para que coman”. La lógica sin fe, reclama: “¿para cien hombres?”. La confianza responde en la certeza: “Esto dice el Señor: comerán todos y sobrará”; y así fue. Una vez más comprobamos que “el Señor es fiel a sus promesas, abre sus manos generosas y sacia de favores a todo viviente”. ¡Cuánto necesitamos crecer en la apertura, en la fe y en la confianza, que en sí mismas llevan el signo de multiplicación!
Del Evangelio de Marcos que escuchamos el domingo pasado, en el que Jesús “se conmovió al verlos como ovejas sin pastor y se puso a enseñarles muchas cosas”, la liturgia pasa al de Juan como continuación más detallada de lo que seguiría en Marcos: la multiplicación de los panes. Según la versión de Juan, el primero que piensa en el hambre de aquel gentío que ha acudido a escucharlo es Jesús. Esta gente necesita comer; hay que hacer algo por ellos. Así era Jesús. Vivía pensando en las necesidades básicas del ser humano. Felipe revive la impotencia del criado de Eliseo: son pobres, no pueden comprar pan para tantos. Jesús lo sabe. Los que tienen dinero no resolverán nunca el problema del hambre en el mundo. Se necesita algo más que dinero. Jesús les va a ayudar a vislumbrar un camino diferente. Antes que nada, es necesario que nadie acapare lo suyo para sí mismo si hay otros que pasan hambre. Sus discípulos tendrán que aprender a poner a disposición de los hambrientos lo que tengan, aunque sólo sea «cinco panes de cebada y un par de peces».
La actitud de Jesús es la más sencilla y humana que podemos imaginar. Pero, ¿quién nos va enseñar a nosotros a compartir, si solo sabemos comprar? ¿Quién nos va a liberar de nuestra indiferencia ante los que mueren de hambre? ¿Hay algo que nos pueda hacer más humanos? ¿Se producirá algún día ese "milagro" de la solidaridad real entre todos?
Jesús piensa en Dios. No es posible creer en él como Padre de todos, y vivir dejando que sus hijos e hijas mueran de hambre. Por eso, toma los alimentos que han recogido en el grupo, «levanta los ojos al cielo y dice la acción de gracias». La Tierra y todo lo que nos alimenta lo hemos recibido de Dios. Es regalo del Padre destinado a todos sus hijos e hijas. Si vivimos privando a otros de lo que necesitan para vivir es que lo hemos olvidado. Es nuestro gran pecado, aunque casi nunca lo confesemos. Al compartir el pan de la eucaristía, los primeros cristianos se sentían alimentados por Cristo resucitado, pero, al mismo tiempo, recordaban el gesto de Jesús y compartían sus bienes con los más necesitados. Se sentían hermanos. No habían olvidado todavía el Espíritu de Jesús.