sábado, 10 de septiembre de 2022

24º Ordinario, 11 Septiembre 2022.-


Primera Lectura:
del libro del Éxodo 37: 2-11, 13-14

Salmo Responsorial, del salmo 50: Me levantaré y volveré a mi padre.

Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 12-17
Evangelio: Lucas 15: 1-32
 

“A los que esperan en Ti, Señor, concédeles tu paz…”, y a los que no esperan porque no te han encontrado o habiéndote encontrado tomaron otro camino, también.

Pedirle al Señor que “cumpla su palabra”, con todo respeto me parece una osadía, ¿puede acaso caber la infidelidad en Dios?, ¡nunca!; recordando la 2ª Carta a Timoteo (2: 13), nos dice San Pablo: “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo”.

Otra, al parecer contradicción, lo que pedimos en la oración: “Vuelve tus ojos a nosotros”, ¿puede dejar de mirarnos el que nos dio la vida? Si alguna vez lo hiciera, dejaríamos de existir. 

En Éxodo, con un lenguaje totalmente antropomórfico, nos presenta el hagiógrafo “la ira de Dios”, sentimiento inadmisible en nuestro Padre, quien es manantial de bondad. Haciendo la translación, para entender un poco hasta dónde llega su amor, ese amor que ha captado vivamente Moisés, encontramos en éste volcada la interioridad del Dios invisible, pero captable a través de sus acciones. El patriarca “Invita a recordar a Yahvé”, que “es su pueblo, el que sacó de Egipto…, la Alianza, la Promesa, la descendencia”; el Señor desea que calibremos las consecuencias de perdernos, como se perdió, por momentos el Pueblo elegido, y se apartó, como nos apartamos, al idolatrar a una creatura…, el final es siempre el mismo: “El Señor se apiadó y renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.”  Subrayo el antropomorfismo, pues Dios no amenaza, Dios no castiga, “su misericordia dura por siempre”, somos nosotros los que provocamos el vacío en la búsqueda de suplantaciones absurdas, al olvidarlo.

Y continúan las demostraciones de esa Misericordia inacabable. Pablo, y espero que nosotros junto con él, “da gracias a Quien lo ha fortalecido, a Jesucristo por haberlo considerado digno de confianza…, fui blasfemo, perseguí a la Iglesia, pero Dios tuvo misericordia de mí, pues obré por ignorancia… su Gracia se desbordó sobre mí –se desborda incesantemente sobre nosotros-, por Jesucristo que vino a salvar a los pecadores, yo el primero, para servir de ejemplo”. ¿Nos dice algo comprometedor esta confesión? Entonces entonemos, alegres y agradecidos, el canto que al reconocer, alaba y suplica: “Crea en mí un corazón puro”. 

El Señor constantemente está “creando en nosotros ese corazón puro, un espíritu nuevo”, para que como Él, salgamos a buscar lo que está perdido, quizá comenzando con nosotros mismos; como el pastor, al que tienen sin cuidado las matemáticas, “uno” es más que “99”, ya que nada es comparable al gozo del hallazgo de lo amado. Toda la actividad el ama de casa, por “una moneda”: “Alégrense conmigo, encontré la moneda que se me había perdido”. Y la parábola, que nos sabemos de memoria: el hijo pródigo, al igual que el mayor, ambos estaban perdidos; el Padre sale al encuentro de los dos: el abrazo de cariño, de perdón, de comprensión, enlaza a todos; el joven es estrechado tiernamente, el mayor es convencido pacientemente. 

¿Puede quedar alguna duda de que Dios nos ama, que Jesucristo se entregó por todos, y especialmente por “los perdidos”?

No sé dónde nos situemos cada uno de nosotros. Sí afirmo con certeza total, que me siento redimido por Cristo, amado por el Padre y comprometido con los hermanos. 

¡Que el Señor nos enseñe a ser misericordiosos como Él es misericordioso!