Salmo Responsorial, del salmo 140: Alabemos al Señor, nuestro Dios.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 9: 16-19, 22-23
Evangelio: Mateo 1: 29-39
Desde esta realidad concreta, en muchos aspectos desconcertante, donde brotan la interrogación y el sufrimiento, con una fe que todo lo supere, hagamos como la Antífona de entrada nos invita: “Entremos y adoremos de rodillas al Señor, creador nuestro, porque Él es nuestro Dios.” En Él están nuestra esperanza y nuestra fuerza; si buscamos solamente en nosotros la salida, entraremos a un callejón obscuro.
¿Qué vemos en el mundo, en nuestro México, en la región que habitamos?: Violencia, fraternidad quebrada, brújulas locas. Esta experiencia que golpea el interior inerme, nos fuerza, al palpar esta niebla, a orar con fervor a nuestro Padre: “Que tu amor incansable nos cuide y nos proteja, porque hemos puesto en Ti, nuestra esperanza.” De ninguna manera es tomar el camino fácil, no es pasotismo que se desentiende; es todo lo contrario, ya que confiamos “en el amor incansable de nuestro Creador”, aceptamos, con ello, el compromiso de caminar a su lado, de mirar a hombres y criaturas, como Él los mira: de ser, todos los días, cristianos nuevos que sienten, como Pablo, el ansia de la vida verdadera, la que tiene por carril a Jesucristo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”
Sabemos que no basta la palabra, no basta con gritar a voz en cuello que Cristo vive y que nos aguarda. Para reunir las piezas y ayudar a los hombres a rehacerse, es preciso “hacerse todo a todos a fin de ganarlos a todos”. Debilidad con debilidad es fortaleza por ser de donde viene. ¡Qué luz esplendorosa brillaría del ser de cada uno, si el faro que alumbrara cada paso fuera este!: “¡Todo lo hago por el Evangelio!” La recompensa viene por sí sola: Estar injertados en Cristo, para siempre.
El realismo de Job nos atenaza, el hombre justo que tiene al sufrimiento como “compañero inseparable de jornadas”; el hombre que se pinta y nos pinta en la ardua batalla, que no encuentra sosiego, que cuenta los meses de infortunio y las horas de la noche, una a una, aguardando las luces de la aurora: “¿Cuándo será de día?” Parecería que la dicha hubiera huido de sus ojos y la esperanza desaparecido; pero no flaquea, la fe en Dios va hasta el extremo del soplo de la vida: “Sé que mi Redentor vive y que con
estos ojos, no los de otro, yo mismo lo veré.” (19: 17) ¡La resurrección está presente!
Marcos, después de haber mostrado la autoridad de Jesús como Maestro y dejado en claro que ha venido a combatir al maligno, ahora, en una especie de sumario, un tanto hiperbólico, nos deja ver otra faceta: la de taumaturgo. Dios, en Jesús, está de nuestro lado para luchar contra el mal y el sufrimiento: primero una acción familiar: cura a la suegra de Pedro y ésta, de inmediato “se puso a servirles”, ¡gratitud activa! Luego “el pueblo que se apiña” y regresa a casa alborozado, limpio de demonios y de males.
Después el Señor desaparece: “salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar.” ¡Lección que profundiza! Para anunciar la Buena Nueva: imprescindible el contacto con el Padre. ¿Captamos el camino de la cura de todos nuestros males? Jesús, en el silencio, se refuerza: “No hablo por mí mismo, lo que he escuchado del Padre es lo que digo” (Jn. 12: 49). Nuestra misión se nutre de la escucha de Aquel que sigue hablando y si le hacemos caso, partiremos con Cristo a “predicar el Evangelio a todo el mundo.”