Responsorial, del salmo 103: Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.
La diversidad de dones que el Señor ha derramado en nosotros, que somos su cuerpo, es precisamente para el bien de todos. Imaginemos cómo sería el mundo si permitimos que el espíritu se manifieste plenamente a través de nosotros, los frutos ya nos los describe San Pablo en la Carta a los gálatas, 5: 22- 24: “amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí…, contra esto no hay ley que valga…” es un verdadero arremeter contra lo que impide esta floración: nuestro egoísmo, imbatible por nosotros mismos, superable si estamos injertados en Cristo con la fuerza y acción del Espíritu Santo.
¿Qué nos deja Jesús antes de partir? La paz, esa paz que el mundo no puede dar, esa paz que se va extendiendo a través de nuestras obras y que fortalece a los demás; paz que lleva a la alegría, a la profundización de la Fe, en un Jesús más presente todavía que cuando estaba físicamente entre los hombres. Paz que solidifica la pertenencia al Dios Trino porque “queda desatado cuanto nos ataba a nosotros mismos, porque nos hace percibir el perdón y nos prepara a perdonar, porque nos hace recibir, a corazón abierto, la misión recibida desde el Padre por medio de Jesús y consolidada por el Espíritu Santo”. No permitamos que los bienes de este mundo, buenos en sí, pero a ratos engañosos, nos hagan perder la mirada de transparencia, de gozo y de alegría que anime y haga más grata la vida de los que nos rodean.
Recordemos cómo define San Pedro a Jesús en su caminar por el mundo: “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.” (Hechos 10: 38) ¿En algo se va pareciendo nuestro proceder al suyo? ¿Percibimos esa misma presencia del Espíritu de Dios, de Jesucristo, en nosotros? Si no comenzamos ya, probablemente no tengamos tiempo para hacerlo… no hagamos esperar el “Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones.”