Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 1: 13-15, 2: 23-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 8: 7-9, 13
Evangelio: Marcos 5: 21-43.
Nos alegramos ante un espectáculo que nos ha conmovido, que nos ha hecho vivir la plasticidad, la armonía, el ritmo. Nuestra vida toda debería de ser un sonoro aplauso de admiración ante la creación, ante la maravilla de nuestro cuerpo, ante las casi increíbles capacidades de nuestro espíritu, porque reconocemos la mano providente de Dios. ¿Cómo no vamos a sentirnos dichosos si percibimos con plena conciencia la presencia del Creador?
El agradecimiento surge de la admiración silenciosa, meditativa; es como quien abre un regalo y lo disfruta aun antes de terminar de quitar la envoltura: “el Señor nos ha dado la luz para que vivamos en ella y la irradiemos, para que nos alejemos del error para que busquemos el esplendor de la verdad”.
En el Génesis, la palabra misma nos
descubre la realidad: “y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno.” (Gén
1: 31) el hacedor de la vida no puede estar asociado con la muerte, de manera
exquisita “nos ha creado a su imagen y semejanza”, partícipes, de manera
increíble, de su misma vida divina: “todo lo creó para que subsistiera. Las
creaturas del mundo son saludables”. ¿cómo explicar ese “misterio de
iniquidad”, (2Cor 2: 7), esa ruptura de relaciones paternales, filiales,
fraternas y racionales? Lo deduce San Pablo: “juzgaron inadmisible seguir
reconociendo a Dios, rompieron, -y seguimos rompiendo-, toda regla de conducta,
llenos de injusticias, perversidad, justicia y maldad, de envidias, homicidios
y discordias, de fraudes y depravación…, arrogantes, con inventiva para lo
malo, rebeldes a sus padres, sin conciencia, sin palabra, sin entrañas, sin
compasión”. (Rom 1: 28-31). Parecería que el apóstol estuviera contemplando
nuestra sociedad. Ojalá dijera de nosotros lo que admira en los corintios: “se
distinguen en todo: en fe, en palabra, en sabiduría, en diligencia para todo y
en amor…”. La razón: “enriquecidos con la pobreza de Cristo”.
El canto del aleluya nos conforta: “Jesucristo ha vencido la muerte y ha hecho
resplandecer su luz sobre nosotros”.
No busquemos más, la solución es Jesucristo. En Él encontraron la salud, la alegría, la paz, tanto la mujer hemorroísa como Jairo, por caminos diferentes, llegaron a la fuente de la salvación. Doce años de sufrimiento, de segregación porque se consideraba “impura”, doce años de tortura y de angustia, doce años de búsqueda infructuosa, encontraron respuesta, silenciosa desde una fe envidiable, humilde, confiada, actuante: “pensando que con sólo tocarle el vestido se curaría”; el Señor no defrauda cuando el corazón es el que se acerca. ¿Cómo no nos curará de todos nuestros males, cómo no nos dará fuerzas para sobrellevarlos con fortaleza, ya que no solamente lo tocamos, sino que entra en nosotros por la eucaristía? “Tu fe te ha curado. Vete en paz y queda libre de tu enfermedad”. ¡Cura, Señor, nuestro “flujo” hacia fuera y ayúdanos a concentrarnos en ti!
Jairo, supera otra clase de problemas: él es el jefe de la sinagoga, ¿qué
dirán, si hace pública su fe en Jesús? Nada importa cuando la angustia aprieta:
va a su encuentro y recibe, juntamente, la luz interior y la vida de su hija.
Las burlas no cuentan cuando la brújula apunta al norte y la confianza se ve
consolidada. ¡Cuánto por aprender de estos dos ejemplos de fe y de confianza! ¡Purifícanos,
Jesús, y ayúdanos a encontrar la vida verdadera!