Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 50: 5-9
Salmo Responsorial, del salmo 114: Caminaré en la presencia del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 2: 14-18
Evangelio: Marcos 8: 27-33.
“Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”, y podemos preguntarnos si todas las aceptamos desde esa perspectiva. Hay palabras en el evangelio, en las escrituras, que no nos agrada escuchar y por sobre la reacción emotiva que ciertamente nos estremece, nos volvemos al señor para decirle: “concede la paz a los que esperamos en ti, cumple las palabras de los profetas”.
De la experiencia en su misericordia y en su amor, obtendremos las fuerzas para poder servirle, según nos lo va revelando Jesús en sus dichos y hechos, que, lo constatamos a cada paso, no van acordes a nuestros deseos e ilusiones. ¿no guardamos, allá, muy dentro, la imagen de un Mesías glorioso, triunfador, amoldable a los criterios del éxito, del aplauso y del esplendor? Decimos “conocerlo y amarlo”, pero al compararlo con su propia realidad, vemos que lo hemos reducido a nuestra medida y la talla le queda chica, ahí no cabe cristo.
El cántico del siervo sufriente que evoca la primera lectura, vuelve a estremecernos, se nos rompen los sueños fáciles y las imágenes nos dan miedo. Olvidamos, demasiado pronto, el renglón inicial: “el Señor me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás”. La descripción que sigue nos transporta a lo vivido por Cristo en su pasión. Ni el profeta, ni Pedro, ni los discípulos conocían el final, nosotros sí. Momentos difíciles que iluminan la verdadera fe si los meditamos con pausa, si seguimos el ritmo, si nos adentramos en el fruto increíble de “haber escuchado la palabra: el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido. Cercano está el que me hará justicia, ¿quién luchará contra mí?, ¿quién me acusa? Que se me enfrente. El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?” El precio es alto, pero la victoria es segura. Rumiando en el corazón, como María, algo llegaremos a entender para expresar, sinceros, en el salmo: “caminaré en la presencia del Señor”.
En este caminar van de la mano la fe y las obras, el ser hombre y cristiano sin división alguna, todo entero, en cualquier parte, a todas horas, abierto a todo hermano, alejados los ojos de la posible recompensa y fijo el corazón en paso firme que da la convicción.
La fidelidad pondrá, con gran sorpresa, en nuestros labios, el grito de San Pablo: “no permita dios que me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”.
Ya no vacilaremos ante la pregunta que nos hace Jesús, desde aquel tiempo: “¿quién dice la gente que soy yo?” No buscaremos subterfugios, ni pretextos, ni escudos que impidan adentrarnos en nuestro propio yo, aduciendo opiniones extrañas que no nos comprometan. El Señor nos ha dado lo que sus allegados no tenían: conocer el final del camino, el triunfo inobjetable de su resurrección, las ocultas veredas que los desconcertaban y, que a pesar del tiempo, aún nos desconciertan pero que son el sello de aquel “que escuchó las palabras y no se resistió”.
La confesión de Pedro, sincera y explosiva, no se mantuvo acorde con las obras; temió las consecuencias e intentó disuadir a Jesús. La pasión y la muerte hacían añicos los aires de grandeza: ¡ese no es el Mesías al que yo me adhería! Jesús, al reprenderlo nos reprende, ¿cuánto existe en nosotros de oposición al reino?
La claridad final, tajante, nos ubica: “salvar aquí es perder allá”, la trascendencia es la que dura, la que perdura para siempre; allá nos dirigimos.