Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 7: 7-11
Salmo Responsorial, del salmo 89; Sácianos, Señor, de tu misericordia.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 4: 12-13
Evangelio: Marcos 10: 178-30.
Olvidar, perdonar, salvar de manera definitiva, solamente tú, Señor. Concédenos que la tristeza y la amargura, el desánimo que nos empuja a devaluarnos por la conciencia de nuestras faltas y pecados, queden borrados por la presencia de tu misericordia, de otra forma “¿quién habría, Señor, que se salvara?”
Ojalá,
convencidos, insistamos en la oración que abre el interior hacia los demás, los
que tenemos a nuestro alcance y los lejanos a los que nos une la realidad
humana y la misión bautismal: “que te descubramos en todos y –de verdad- te
amemos y sirvamos en cada uno”. Es muy fácil pedirlo y aun aceptarlo en la
mente, necesitamos que lata en el corazón y viva en las obras; ahí está la
“sabiduría”, la auténtica, la que nos llega a través del Espíritu, si
permitimos que la palabra “penetre hasta la médula de los huesos y divida la
entraña”. Recibirla es constatar que “con ella nos llegan todos los bienes”,
los que perduran, los que pesan más que todas las riquezas de la tierra, la que
mide y discierne creaturas y contorno, la que ilumina, “con luz que no se
apaga”, que “el ser para los otros” es el camino que acerca a Jesucristo, que
evita el ansia posesiva de “mis cosas, mi yo y mi egoísmo”.
Más allá del mero cumplimiento, el reino es mucho más
La
espada corta y rasga, le tememos; pero ella limpia y “deja al descubierto las
intenciones de nuestro corazón”, nos quita la confianza en la falsa coraza que
nos daban los bienes conseguidos, derrumba merecimientos “comerciales”, y nos
impulsa a cambiar la mirada, a ir más allá del mero
seguro que anhelamos la mirada amorosa de Jesús que nos llama, que ha trazado
el camino con su propia pisada, que espera de nosotros la respuesta precisa que
supera horizontes terrenos, que escucha, acoge y vive la invitación concreta:
“ve, y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro
en los cielos. Después, ven y sígueme”. ¿Qué sucedió en el joven que “se acercó
corriendo y se arrodilló ante Jesús”? No bastaron palabras ni mirada envueltas
en cariño, pudo más lo cercano, lo pensado como algo seguro, y se alejó con la
tristeza rodeándole las manos, el corazón, la mente y el camino.
El comentario de Jesús nos estremece,
su mirada ha variado, su palabra incita, sin violentar, a examinarnos por
dentro, todos juntos, individual y colectivamente: “hijitos, ¡qué difícil es
para los que confían en las riquezas, entrar en el reino de dios!”. No bastan
los deseos, por muy altos que sean.
"Síganme”, ¿abandonado todo, especialmente a este “yo” que tanto cuido?; ¡qué difícil romper las ataduras que con tanto trabajo hemos unido!, si esta es la consigna, “¿quién puede salvarse?”.
Sintamos, oigamos la palabra, captemos la mirada, otra vez cariñosa, que nos llevan a la esperanza que toca la certeza: “es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para dios todo es posible”. ¡Que Jesús Eucaristía, nos repita la promesa y le creamos!