Salmo 136;
Segunda Lectura: Efesios 2: 4-10;
Evangelio: Juan 3. 14-21.
¿Alegría en el tiempo fuerte de Cuaresma?, ¡por supuesto!, porque levantamos la conciencia, sentimos la fraternidad, nos reunimos, no física pero sí espiritualmente, a todos los hombres, para ponernos de pie, juntos, dejar de lado el duelo, apartarnos de aquello que nos tiene postrados en una tristeza, fruto de nuestras faltas, de nuestro alejamiento de Dios –la referencia cruza los siglos, físicamente los israelitas estaban alejados del Templo, del lugar santo, del sitio de Encuentro con Dios, exiliados y sin poder “cantar en tierra extraña, las alabanzas al Señor”-, pero ahora su Palabra anima, llena de regocijo y de consuelo, esa Palabra resuena desde entonces y nos alcanza, nos invita, nos conmueve y,, pedimos al Señor “que ya que nos ha reconciliado por medio de su Hijo, nos conceda prepararnos con fe viva a celebrar las fiestas de la Pascua”.
En la primera lectura encontramos el epílogo del libro de las Crónicas que interpreta teológicamente, la historia de Israel, historia que continuamos repitiendo todos los seres humanos, acumulando el peso terrible de los pecados. No nos extrañemos si nos molesta la palabra “pecado”, pues parecería que el mundo actual quisiera erradicarlo no sólo de las conciencias, sino aun del mismo diccionario.
Pecar es perder la perspectiva de la filiación divina y de la fraternidad humana, es persistir en el constante desear tener a cualquier precio, aun en estos momentos más difíciles, y no dudo que por ello se multipliquen los robos, los secuestros, las muertes, las venganzas y crezca, de forma alarmante, el lema: “¡Dios no existe!”, ese intento de convicción es muy cómodo, me libero de dar cuentas a nadie, ni siquiera a mí mismo, y el camino para mi acción, se ensancha sin límites. En serio no creo que con tanta facilidad se borre la Ley Natural y su complementación: la Ley Evangélica: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti; trátalos como quisieras que te traten”, y “Ámense como Yo los he amado”, Yo, el Padre que les “he enviado a mi Hijo para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna”.
La necesidad de rehacer el Templo, de levantar las murallas, sigue presente, ya no se trata de Jerusalén sino de ofrecerle al Señor, como recordábamos el domingo pasado, ese sitio interior donde nos encontremos diariamente con Él y Él con nosotros, para cantar con sólida confianza: “Tu recuerdo, Señor, es mi alegría”, el fundamento de esta alegría la externa claramente San Pablo: “Dios nos dio la vida con Cristo y en Cristo, por pura generosidad…, con Él nos ha resucitado y nos ha reservado un sitio en el cielo”. Nada de qué gloriarnos, “somos hechura de Dios” y nuestra meta queda definida: “para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos”.
En tanto que seamos más conscientes de esto, “elegiremos la Luz, para que se vea que nuestras obras están hechas según Dios”. Jesús nos externa la razón, ya considerada en la primera lectura, por la que el mundo, los hombres, la sociedad está en la situación en que está: “habiendo venido la Luz, prefirieron las tinieblas porque sus obras eran malas”.
¿Alegría en el tiempo fuerte de Cuaresma?, ¡por supuesto!, porque levantamos la conciencia, sentimos la fraternidad, nos reunimos, no física pero sí espiritualmente, a todos los hombres, para ponernos de pie, juntos, dejar de lado el duelo, apartarnos de aquello que nos tiene postrados en una tristeza, fruto de nuestras faltas, de nuestro alejamiento de Dios –la referencia cruza los siglos, físicamente los israelitas estaban alejados del Templo, del lugar santo, del sitio de Encuentro con Dios, exiliados y sin poder “cantar en tierra extraña, las alabanzas al Señor”-, pero ahora su Palabra anima, llena de regocijo y de consuelo, esa Palabra resuena desde entonces y nos alcanza, nos invita, nos conmueve y,, pedimos al Señor “que ya que nos ha reconciliado por medio de su Hijo, nos conceda prepararnos con fe viva a celebrar las fiestas de la Pascua”.
En la primera lectura encontramos el epílogo del libro de las Crónicas que interpreta teológicamente, la historia de Israel, historia que continuamos repitiendo todos los seres humanos, acumulando el peso terrible de los pecados. No nos extrañemos si nos molesta la palabra “pecado”, pues parecería que el mundo actual quisiera erradicarlo no sólo de las conciencias, sino aun del mismo diccionario.
Pecar es perder la perspectiva de la filiación divina y de la fraternidad humana, es persistir en el constante desear tener a cualquier precio, aun en estos momentos más difíciles, y no dudo que por ello se multipliquen los robos, los secuestros, las muertes, las venganzas y crezca, de forma alarmante, el lema: “¡Dios no existe!”, ese intento de convicción es muy cómodo, me libero de dar cuentas a nadie, ni siquiera a mí mismo, y el camino para mi acción, se ensancha sin límites. En serio no creo que con tanta facilidad se borre la Ley Natural y su complementación: la Ley Evangélica: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti; trátalos como quisieras que te traten”, y “Ámense como Yo los he amado”, Yo, el Padre que les “he enviado a mi Hijo para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna”.
La necesidad de rehacer el Templo, de levantar las murallas, sigue presente, ya no se trata de Jerusalén sino de ofrecerle al Señor, como recordábamos el domingo pasado, ese sitio interior donde nos encontremos diariamente con Él y Él con nosotros, para cantar con sólida confianza: “Tu recuerdo, Señor, es mi alegría”, el fundamento de esta alegría la externa claramente San Pablo: “Dios nos dio la vida con Cristo y en Cristo, por pura generosidad…, con Él nos ha resucitado y nos ha reservado un sitio en el cielo”. Nada de qué gloriarnos, “somos hechura de Dios” y nuestra meta queda definida: “para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos”.
En tanto que seamos más conscientes de esto, “elegiremos la Luz, para que se vea que nuestras obras están hechas según Dios”. Jesús nos externa la razón, ya considerada en la primera lectura, por la que el mundo, los hombres, la sociedad está en la situación en que está: “habiendo venido la Luz, prefirieron las tinieblas porque sus obras eran malas”.
La cura es tan sencilla como aprender a levantar la mirada y contemplar a Aquel que ha venido “no a condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. ¡Danos mirarte!