Salmo 115;
Segunda Lectura: Carta a los Romanos 8: 31-34;
Evangelio: Marcos 9: 2-11.
Una vez más, no es Dios quien tiene que recordar que “su amor y su ternura son eternos”, somos nosotros los que tenemos que vivir en esa presencia activa para que “no nos derrote el enemigo” y que nos defienda del peor de todos que somos nosotros mismos, con nuestros caprichos, nuestra despreocupación por lo que perdura, para mantenernos firmes, abiertos los ojos para poder contemplar su Gloria en Jesucristo que nos deja ver, aceptando en la fe, su divinidad. Sabemos que para llegar a la Resurrección, es imprescindible pasar por la Pasión y por la Muerte; se vuelven a presentar las dos últimas realidades que no nos atraen, pero al escuchar al Señor, una y otra vez, y pedirle que nos convenza, Él sí lo logrará.
En la narración del Génesis constatamos que la fe lo vence todo, la confianza se convierte en fortaleza, la apertura hacia lo imposible e impensable va mucho más allá de nosotros mismos y nos pone, así simplemente, ante el Señor. ¡Cuántas veces habremos meditado e imaginado la subida de Abrahám al monte Moria, el fuego en una mano, el cuchillo, para sacrificar, en la otra y siguiéndolo, Isaac, “el hijo de la promesa”, cargando el haz de leña! ¡Obediente para, sin mapa, abandonar su tierra, peregrino de esperanzas, asombrado y gozoso al recibir al hijo prometido, al heredero…, y ahora lleno de interrogaciones en su interior, pero no indeciso, pues ha experimentado al Señor, y sabe “de Quién se ha fiado”; pero, sin duda, la angustia lo atenaza, la penumbra interior le obscurece el entorno, sabe que no entiende y lo acepta, y contra todo eso, avanza: vive el “esperar contra toda esperanza” y es ejemplo para que actuemos en consonancia. El Señor le detuvo la mano, porque comprobó, como asegura el ángel: “que temes a Dios y no le has negado a tu único hijo”, por ello –confirma la bendición- “multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas del mar…, porque obedeciste a mis palabras”. ¿Cuántos “hijos” pide el Señor que sacrifiquemos, ni siquiera son hijos de la promesa, son adherencias recogidas en el camino que hacen el fardo más pesado y entorpecen la subida hasta el Monte del Señor? Sepamos, de antemano, que ningún ángel detendrá nuestra mano, que el sacrificio será real, habrá derramamiento de sangre y humo de sacrificio, que la purificación es necesaria, si es que deseamos “ver” el rostro de Dios. Sabemos que “falta fuerza en las venas y que es muy difícil amar cuando se ama sólo con el espíritu, porque el corazón no sabe y tiembla y llora”.
“Dios está a nuestro favor, nos ha entregado a su Hijo y con Él, todos los bienes, ¿quién podrá separarnos del amor de Dios?” El que ama, contempla, como quedaron trastornados Pedro, Juan y Santiago; pero es necesario “entregar a los demás, lo contemplado”, como dice Santo Domingo; bajar del monte y hacer llegar a todos “el mandato” del Padre: “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo”.
Él es para todos, a todos alcanza la promesa de la Resurrección, que si bien no sabemos cómo será, sí sabemos que será. Nos acosan las mismas inquietudes que a los discípulos: “qué querrá decir eso de resucitar de entre los muertos”. La Pascua, a la que nos preparamos, nos dará la respuesta en la realización completa de la Misión de Cristo: Descansar, felices, en el Reino del Padre.
Una vez más, no es Dios quien tiene que recordar que “su amor y su ternura son eternos”, somos nosotros los que tenemos que vivir en esa presencia activa para que “no nos derrote el enemigo” y que nos defienda del peor de todos que somos nosotros mismos, con nuestros caprichos, nuestra despreocupación por lo que perdura, para mantenernos firmes, abiertos los ojos para poder contemplar su Gloria en Jesucristo que nos deja ver, aceptando en la fe, su divinidad. Sabemos que para llegar a la Resurrección, es imprescindible pasar por la Pasión y por la Muerte; se vuelven a presentar las dos últimas realidades que no nos atraen, pero al escuchar al Señor, una y otra vez, y pedirle que nos convenza, Él sí lo logrará.
En la narración del Génesis constatamos que la fe lo vence todo, la confianza se convierte en fortaleza, la apertura hacia lo imposible e impensable va mucho más allá de nosotros mismos y nos pone, así simplemente, ante el Señor. ¡Cuántas veces habremos meditado e imaginado la subida de Abrahám al monte Moria, el fuego en una mano, el cuchillo, para sacrificar, en la otra y siguiéndolo, Isaac, “el hijo de la promesa”, cargando el haz de leña! ¡Obediente para, sin mapa, abandonar su tierra, peregrino de esperanzas, asombrado y gozoso al recibir al hijo prometido, al heredero…, y ahora lleno de interrogaciones en su interior, pero no indeciso, pues ha experimentado al Señor, y sabe “de Quién se ha fiado”; pero, sin duda, la angustia lo atenaza, la penumbra interior le obscurece el entorno, sabe que no entiende y lo acepta, y contra todo eso, avanza: vive el “esperar contra toda esperanza” y es ejemplo para que actuemos en consonancia. El Señor le detuvo la mano, porque comprobó, como asegura el ángel: “que temes a Dios y no le has negado a tu único hijo”, por ello –confirma la bendición- “multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas del mar…, porque obedeciste a mis palabras”. ¿Cuántos “hijos” pide el Señor que sacrifiquemos, ni siquiera son hijos de la promesa, son adherencias recogidas en el camino que hacen el fardo más pesado y entorpecen la subida hasta el Monte del Señor? Sepamos, de antemano, que ningún ángel detendrá nuestra mano, que el sacrificio será real, habrá derramamiento de sangre y humo de sacrificio, que la purificación es necesaria, si es que deseamos “ver” el rostro de Dios. Sabemos que “falta fuerza en las venas y que es muy difícil amar cuando se ama sólo con el espíritu, porque el corazón no sabe y tiembla y llora”.
“Dios está a nuestro favor, nos ha entregado a su Hijo y con Él, todos los bienes, ¿quién podrá separarnos del amor de Dios?” El que ama, contempla, como quedaron trastornados Pedro, Juan y Santiago; pero es necesario “entregar a los demás, lo contemplado”, como dice Santo Domingo; bajar del monte y hacer llegar a todos “el mandato” del Padre: “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo”.
Él es para todos, a todos alcanza la promesa de la Resurrección, que si bien no sabemos cómo será, sí sabemos que será. Nos acosan las mismas inquietudes que a los discípulos: “qué querrá decir eso de resucitar de entre los muertos”. La Pascua, a la que nos preparamos, nos dará la respuesta en la realización completa de la Misión de Cristo: Descansar, felices, en el Reino del Padre.