miércoles, 13 de mayo de 2009

6º de Pascua, 17 mayo, 2009

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 10:25-26, 34-35, 44-48;
Salmo 97;
Segunda Lectura: Primera carta de Juan 4: 7-10;
Evangelio: Juan Jn. 15: 9-17.

Ya fuimos elegidos como heraldos del Amor que no debe encontrar límites en ninguna creatura, y menos aún, en ningún hombre, el único ser capaz de responder con libertad y conciencia a las “exigencias” del Amor. Es una alegría que brota, si la fe sigue actuando, por el triunfo de Jesús sobre el pecado y sobre la muerte. Alegría de sabernos ya resucitados con Él, porque confiamos en su Palabra: “Para que donde esté Yo, estén también ustedes”. (Jn. 14: 4)

Sigue prolongándose la culminación del “quehacer” de Cristo: su Resurrección; el centro de la esperanza viva y el inicio de nuestra transformación, inacabable mientras dure el camino; transformación que, de ser auténtica, no podrá dejar de manifestarse en nuestras obras, ese es el trasfondo de la petición que hacemos en la Oración junto con toda la Iglesia.

Al lado de Pedro y sus acompañantes, necesitamos vivir el asombro cotidiano del actuar del Espíritu. Solamente perciben la acción creadora de Dios los que mantienen los ojos de la fe abiertos, “lo verdaderamente importante se mira, no con los ojos, sino con el corazón”, y ese “descender del Espíritu Santo sobre los que estaban escuchando el mensaje”, no se capta con la retina, tan empañada de pequeñeces, sino adhiriéndose al canto de alabanza, a la proclamación de las maravillas de Dios. Aprender de Dios mismo lo que significa, sin pliegues ni reticencias, la universalidad; El Señor no es prerrogativa de nadie, Él no soporta muros que separen, “en Él no hay distinción de personas, acepta al que lo teme (filialmente) y practica la justicia, sea de la nación que fuere”. ¿Quién puede oponerse al Espíritu?... la respuesta es trágica: ¡yo!, en mi alocada libertad, en mi enconado egoísmo, puedo impedir que el Espíritu me mueva y remueva cuanto me rodea. ¡Señor concédeme querer no querer seguir así!

El Salmo nos reanima, reaviva el asombro y nos invita a unirnos al coro de gratitud, porque Dios “nos ha mostrado su amor y su lealtad”. San Juan responde a las inquietudes que han acompañado al hombre: ¿Quién es Dios?, no desde la filosofía, sino desde la iniciativa y el dinamismo: “Dios es Amor”, Dios es relación, Dios es cercanía, Dios es entrega, pues nos da lo más preciado: a su Hijo, para que nosotros seamos hijos suyos. ¿Se puede pedir más? “Nacidos de Dios para conocerlo y amarlo”, para encontrar en Él lo que nada ni nadie puede darnos, ese anhelo que, día a día, nos acompaña: la felicidad.

El cristianismo no es teoría, no es una serie de doctrinas, es la concreción pura: “Permanezcan en mi amor”, lo haremos si “cumplimos sus mandamientos, como Jesús cumplió los del Padre y permanece en su amor”. No multiplica preceptos, con sencillez recalca: “Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como Yo los he amado.” Y la promesa se va cristalizando: “para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena”. Vivir, proclamar, difundir y proyectar esa “alegría”, desde nosotros mismos es imposible, pero lo haremos fincados en sus palabras: “Yo los elegí para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”. ¡Qué seguridad!: “Cuanto pidan en mi nombre, el Padre se lo concederá”. Te pedimos, Padre: ¡renueva tu Reino de justicia, de amor y de paz!