Salmo 103;
Segunda Lectura: Primera carta a los Corintios12: 3-7, 12-13;
Evangelio: Juan 20: 19-23.
“El Espíritu del Señor ha llenado la tierra; Él da unidad a todas las cosas y se hace comprender en todas las lenguas”. Vivimos en una sociedad en la que lo espiritual no evoca gran cosa; lo espiritual se considera como etéreo, inverificable, irreal; en esta sociedad – en nosotros con ella -, aparece fuertemente el interés por lo material, lo práctico, lo útil, lo eficaz. Resulta difícil y, a ratos, incomprensible, hablar de la fuerza del Espíritu, pues encontramos resistencias ideológicas y afectivas. En verdad necesitamos regresar a “la Fuente de Vida”, permitir que ese Espíritu, Dios mismo, penetre y ventile nuestros interiores, nos airee y proyecte, desde dentro, hacia una dimensión trascendente.
Parece una misión imposible ya que sentimos que los hombres actuales estamos programado para la producción y el consumo, encerrados en una atmósfera asfixiante para el espíritu y el vacío existencial ha llegado a ser un denominador común; sin interioridad, llevando una vida sin sentido, incapaces de dar cabida a la felicidad, ausentes de razones para vivir y preocuparnos de los demás, porque no queremos aceptar la condición de creaturas, limitadas, ¡sí! pero creadas para la plenitud, con tal que nos arriesguemos a abrirnos a la acción del Espíritu, con tal que abramos, o dejemos que el Señor nos abra, los ojos de la fe. Nuestro grito y súplica a la vez: “Ven Espíritu Divino; mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.
Si no hay Espíritu, crecerá el miedo, cerraremos las puertas, nos sentiremos paralizado por el temor, igual que los discípulos: “Estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”, sin Jesús y carentes del Don del Espíritu. ¡Qué cambio cuando el Espíritu, Dios mismo, está presente! Antes: miedo, apatía, inacción, duda, silencio, ineficacia, falta de fe y de confianza; en cuanto “el viento que viene desde arriba” los enciende con “fuego nuevo”, experimentan el cambio -ese que nosotros mismos deseamos-, crecen la audacia y la necesidad de dar testimonio de la Fuente de Vida que los impulsa, de decir al mundo que Dios ES, que Jesús vive y proclamar fuerte y alegremente: “las maravillas de Dios”.
En este mundo que no cree en el Espíritu, ¿sabemos, los cristianos, testimoniarlo y dar razón de nuestra esperanza? ¿Hacemos viva la palabra que nos reanima, “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Hemos recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡Abba!, ¡Padre”? (Rom. 8: 14-17)
Jesús, da la paz a los apóstoles y los y nos hace partícipes de la vida divina mediante el perdón que llena de “esa paz que el mundo no puede dar”. (Jn. 14: 27)
Si las palabras no nos conmueven, tomo una ilustradora reflexión de J. A. Pagola: “Medita lealmente y con rigor la existencia, detente en las experiencias más profundas del gozo o del dolor, en los momentos culminantes del amor o de la soledad, ¿no sientes que en el fondo de cada uno de nosotros hay un misterio último, inexpresable, que estamos casi siempre rehuyendo?”
“El Espíritu del Señor ha llenado la tierra; Él da unidad a todas las cosas y se hace comprender en todas las lenguas”. Vivimos en una sociedad en la que lo espiritual no evoca gran cosa; lo espiritual se considera como etéreo, inverificable, irreal; en esta sociedad – en nosotros con ella -, aparece fuertemente el interés por lo material, lo práctico, lo útil, lo eficaz. Resulta difícil y, a ratos, incomprensible, hablar de la fuerza del Espíritu, pues encontramos resistencias ideológicas y afectivas. En verdad necesitamos regresar a “la Fuente de Vida”, permitir que ese Espíritu, Dios mismo, penetre y ventile nuestros interiores, nos airee y proyecte, desde dentro, hacia una dimensión trascendente.
Parece una misión imposible ya que sentimos que los hombres actuales estamos programado para la producción y el consumo, encerrados en una atmósfera asfixiante para el espíritu y el vacío existencial ha llegado a ser un denominador común; sin interioridad, llevando una vida sin sentido, incapaces de dar cabida a la felicidad, ausentes de razones para vivir y preocuparnos de los demás, porque no queremos aceptar la condición de creaturas, limitadas, ¡sí! pero creadas para la plenitud, con tal que nos arriesguemos a abrirnos a la acción del Espíritu, con tal que abramos, o dejemos que el Señor nos abra, los ojos de la fe. Nuestro grito y súplica a la vez: “Ven Espíritu Divino; mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.
Si no hay Espíritu, crecerá el miedo, cerraremos las puertas, nos sentiremos paralizado por el temor, igual que los discípulos: “Estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”, sin Jesús y carentes del Don del Espíritu. ¡Qué cambio cuando el Espíritu, Dios mismo, está presente! Antes: miedo, apatía, inacción, duda, silencio, ineficacia, falta de fe y de confianza; en cuanto “el viento que viene desde arriba” los enciende con “fuego nuevo”, experimentan el cambio -ese que nosotros mismos deseamos-, crecen la audacia y la necesidad de dar testimonio de la Fuente de Vida que los impulsa, de decir al mundo que Dios ES, que Jesús vive y proclamar fuerte y alegremente: “las maravillas de Dios”.
En este mundo que no cree en el Espíritu, ¿sabemos, los cristianos, testimoniarlo y dar razón de nuestra esperanza? ¿Hacemos viva la palabra que nos reanima, “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Hemos recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡Abba!, ¡Padre”? (Rom. 8: 14-17)
Jesús, da la paz a los apóstoles y los y nos hace partícipes de la vida divina mediante el perdón que llena de “esa paz que el mundo no puede dar”. (Jn. 14: 27)
Si las palabras no nos conmueven, tomo una ilustradora reflexión de J. A. Pagola: “Medita lealmente y con rigor la existencia, detente en las experiencias más profundas del gozo o del dolor, en los momentos culminantes del amor o de la soledad, ¿no sientes que en el fondo de cada uno de nosotros hay un misterio último, inexpresable, que estamos casi siempre rehuyendo?”