martes, 2 de febrero de 2010

5º Ordinario, 7 febrero 2010

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 6: 1-2, 3-8
Salmo Responsorial, del Salmo 137: Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
Segunda Lectua: de la primera carta del apostol San Pablo a los Corintios 15: 1-11
Evangelio: Lucas 5: 1-11.

Por tercer domingo consecutivo la liturgia nos propone la vocación universal, la gratuidad del llamamiento de Dios a cada hombre, para reconocerlo como ¡El Señor!

Toda invitación: Palabra que viene desde fuera, espera una respuesta, y ésta no puede ser sino un sí o un no. Solicitar tiempo para pronunciar el ¡sí!, es no haberle dado la dimensión exacta, más aún, considerando de dónde y de Quién procede esa Palabra.

La santidad, la gloria, lo inalcanzable de Dios nos sobrepasa, nos sentimos creaturas paralizadas, inmóviles ante su presencia; reconocemos, como lo hace Isaías, que “somos hombres de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros”; como Pablo “somos como un aborto, porque perseguí a la Iglesia de Dios”, -persecución, en nuestro caso, que es desapego, que es olvido, que es alejamiento, que es omisión-; como Pedro: “Apártate de mí que soy un pecador”, y aquí todos lo aceptamos con sincera humildad, con la conciencia clara de habernos antepuesto, de habernos quedado en la línea experiencial inmediata, en la tentación, nunca lograda, de “querer ser dios, al margen de Dios”. Sin embargo la llamada persiste más allá de todo dato lógico que la haría parecer imposible. Dios llama a quienes Él quiere, la realidad es que nos quiere a todos como colaboradores eficaces en la propagación del Evangelio, en el pronunciamiento de su Palabra que perdona, purifica y envía. Contemplamos, en las tres lecturas, que hay invitaciones especiales, notemos que en cada una, otra vez, se escucha la Palabra que llega desde fuera, como Voz o como signo que no constriñe, sino que deja en total libertad la respuesta del hombre.

La invitación, trae consigo la capacidad de la aceptación, ambas son Gracia; el Señor se muestra grande en nuestra pequeñez, en nuestra incuria, en nuestra debilidad, y las supera con tal que reconozcamos y “aceptemos ser aceptados”, acogidos, elegidos por Él, y nos dará lo necesario para mantenernos en su servicio y en el servicio de los hombres, podremos experimentar con Pablo:“por la Gracia de Dios soy lo que soy”, diremos, quizá temblando, como Isaías: “¡Aquí estoy, Señor, envíame!”, renunciaremos como Pedro “a la ciencia de propio cuño”: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero confiado en tu Palabra, echaré las redes”.

Tres ejemplos de Fe sin límites, de lanzarse, no al vacío, sino a la plenitud de Dios, de confianza plena en Aquel que todo lo transforma, aun lo que a nuestros ojos y como fruto de nuestra experiencia parece imposible de superar. Escuchar, ser purificado y enviado; consecuencia: la donación total, del estupor, al seguimiento: Isaías no deja que la Palabra quede en el vacío: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía”. Pedro y sus compañeros: “dejándolo todo, lo siguieron”. Pablo, afianzado en la fuerza de Dios, proclama, sin presunciones, “haber trabajado más que todos”, pero reconoce con humildad y gozo: “Su Gracia no ha sido estéril en mí”.


Enfilemos la barca “Mar adentro”, sintamos que el Señor nos acompaña, que es Su obra y que al confiar en nosotros, no sólo nos promete, sino que nos llena de su Espíritu para colaborar en la misión que Él recibido y aceptado del Padre.