Salmo Responsorial, del Salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 5: 17-21
Evangelio: Lucas 15: 1-3, 11-32.
“Alégrate, Jerusalén y todos los que la aman. Regocíjense”. Cántico de enorme alegría en medio de la austeridad del camino cuaresmal. Encontramos lo que hemos buscado: “El rostro del Señor”. Continuemos andando para sentir intensamente que el resultado es claro: “Hicimos la prueba y vimos qué bueno es el Señor”; sacudimos las hojas y aparecieron los frutos, no por méritos propios sino por la acción mediadora de Aquel “que nos reconcilió con Dios: Jesucristo”.
El pueblo de Israel llevaba tatuadas en las entrañas, las maravillas que el Señor Dios fue manifestando para que se viera “liberado del oprobio”. La libertad ansiada, la posesión dichosa, la promesa cumplida, lo sacia de frutos nuevos; la Pascua, “el paso del Señor”, sigue con él, su presencia jamás terminará.
Israel olvidó, los hombres olvidamos, Dios, en cambio nos tiene entre sus manos y “escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias”. ¿Hasta cuándo obraremos en consonancia con la fe que pronuncian los labios?, por eso suplicamos, pedimos con urgencia: “concédenos prepararnos con fe viva y entrega generosa a celebrar las fiestas de la Pascua”.
La reconciliación, aun cuando comience desde una profunda actitud reflexiva sobre el vacío en que nos ha dejado un camino sin rumbo, no obtiene el fruto anhelado sino por Cristo; en Él, y sólo en Él, podemos “abandonar lo viejo” y ser “creaturas nuevas”.
Magnífica oportunidad para aceptar nuestra realidad de pecadores y acudir a Aquel que nos devuelve la paz; de Dios viene la invitación que se hace presente en el Sacramento – hoy tan olvidado – de la confesión; releamos las palabras de Pablo: “Dios reconcilió al mundo consigo y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres, y a nosotros nos confirió el mensaje de la reconciliación…, es como si Dios mismo los exhortara a ustedes”, e invoca el nombre por el que somos salvados: “En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”. Espontánea llega a mi mente la frase de mi hermano en uno de sus últimos poemas: “¡Déjame que me atrapes!”
Infinidad de veces hemos intentado “imaginar” el ser de Dios. Jesús, en la parábola que nos narra San Lucas, nos enseña “lo que ha aprendido del Padre”. Creador, sí, Absoluto, sí, pero coherente con su creación: respeta nuestra libertad de “hijos pródigos” que pensamos que la libertad total es el camino de la felicidad, que los límites anulan la verdad de nuestro ser, que la vida es una y hay que disfrutarla…, y aguarda, paciente, el resultado de nuestra experiencia: el sabor de la lejanía, de la soledad, del hambre, del ansia de cariño. Atisba el horizonte para salir al encuentro de la silueta que arrastra, penosamente, su existencia; los abrazos y besos, el vestido, las sandalias, el anillo y la fiesta, nos hablan más que las palabras, de la ternura, el cariño y el corazón ardiente. ¡Aún es tiempo de volver y de fundirnos entre sus brazos!
Quizá “el hijo pródigo” no escuchó lo que dijo a su hermano: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. ¿Nos resuena que el “estar” del hermano mayor no basta si no se ha abierto al amor?
Ignoramos si el menor se quedó en la casa, ignoramos si el mayor entró a la fiesta, lo que no podemos ignorar es el Amor del Padre que a todos nos invita, más aún, nos ruega que vivamos en fiesta, y si es necesario, que seamos la causa de la fiesta.
“Alégrate, Jerusalén y todos los que la aman. Regocíjense”. Cántico de enorme alegría en medio de la austeridad del camino cuaresmal. Encontramos lo que hemos buscado: “El rostro del Señor”. Continuemos andando para sentir intensamente que el resultado es claro: “Hicimos la prueba y vimos qué bueno es el Señor”; sacudimos las hojas y aparecieron los frutos, no por méritos propios sino por la acción mediadora de Aquel “que nos reconcilió con Dios: Jesucristo”.
El pueblo de Israel llevaba tatuadas en las entrañas, las maravillas que el Señor Dios fue manifestando para que se viera “liberado del oprobio”. La libertad ansiada, la posesión dichosa, la promesa cumplida, lo sacia de frutos nuevos; la Pascua, “el paso del Señor”, sigue con él, su presencia jamás terminará.
Israel olvidó, los hombres olvidamos, Dios, en cambio nos tiene entre sus manos y “escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias”. ¿Hasta cuándo obraremos en consonancia con la fe que pronuncian los labios?, por eso suplicamos, pedimos con urgencia: “concédenos prepararnos con fe viva y entrega generosa a celebrar las fiestas de la Pascua”.
La reconciliación, aun cuando comience desde una profunda actitud reflexiva sobre el vacío en que nos ha dejado un camino sin rumbo, no obtiene el fruto anhelado sino por Cristo; en Él, y sólo en Él, podemos “abandonar lo viejo” y ser “creaturas nuevas”.
Magnífica oportunidad para aceptar nuestra realidad de pecadores y acudir a Aquel que nos devuelve la paz; de Dios viene la invitación que se hace presente en el Sacramento – hoy tan olvidado – de la confesión; releamos las palabras de Pablo: “Dios reconcilió al mundo consigo y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres, y a nosotros nos confirió el mensaje de la reconciliación…, es como si Dios mismo los exhortara a ustedes”, e invoca el nombre por el que somos salvados: “En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”. Espontánea llega a mi mente la frase de mi hermano en uno de sus últimos poemas: “¡Déjame que me atrapes!”
Infinidad de veces hemos intentado “imaginar” el ser de Dios. Jesús, en la parábola que nos narra San Lucas, nos enseña “lo que ha aprendido del Padre”. Creador, sí, Absoluto, sí, pero coherente con su creación: respeta nuestra libertad de “hijos pródigos” que pensamos que la libertad total es el camino de la felicidad, que los límites anulan la verdad de nuestro ser, que la vida es una y hay que disfrutarla…, y aguarda, paciente, el resultado de nuestra experiencia: el sabor de la lejanía, de la soledad, del hambre, del ansia de cariño. Atisba el horizonte para salir al encuentro de la silueta que arrastra, penosamente, su existencia; los abrazos y besos, el vestido, las sandalias, el anillo y la fiesta, nos hablan más que las palabras, de la ternura, el cariño y el corazón ardiente. ¡Aún es tiempo de volver y de fundirnos entre sus brazos!
Quizá “el hijo pródigo” no escuchó lo que dijo a su hermano: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. ¿Nos resuena que el “estar” del hermano mayor no basta si no se ha abierto al amor?
Ignoramos si el menor se quedó en la casa, ignoramos si el mayor entró a la fiesta, lo que no podemos ignorar es el Amor del Padre que a todos nos invita, más aún, nos ruega que vivamos en fiesta, y si es necesario, que seamos la causa de la fiesta.