Salmo Responsorial, del Salmo 125: Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor.
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los Filipenses 3: 7-14
Evangelio: Juan 8: 1-11.
Celebramos el último domingo de Cuaresma, ¿hemos recorrido todos esos días con un ánimo esforzado que ha buscado ansiosamente la conversión interior? ¿Hemos orado, ayunado, propiciado el encuentro cariñoso con los demás? ¿Hemos sido misericordiosos, “lanzando el corazón por delante?
Sin duda, lo digo por experiencia personal, nos ha faltado entusiasmo, atención, interiorización; permitir que la palabra de Dios, en Isaías, nos haga comprender que la mirada, si bien iluminada por el pasado, la dirijamos conscientes hacia el futuro.
No se trata de olvidar “las maravillas que el Señor ha hecho con nosotros”, sino proyectarlas, como un aliciente siempre activo, hacia el porvenir que descubre, si mira con detenimiento, si contemplamos admirados, que el Señor es “siempre nuevo”, que nos invita a descubrir paisajes alentadores, a abrir los oídos internos para poder “escuchar el brote nuevo”, y ver cómo todo cambia: “ríos en el desierto, bestias salvajes que captan y agradecen la delicadeza del Señor”, entonces, desde lo antiguo, vestido de futuro, “proclamaremos las alabanzas de un pueblo que Él se ha formado”.
Damos el salto del sueño y la ilusión, a la realidad: Dios nos ha liberado de lo más peligroso, de nosotros mismos, de nuestra pasividad, del adormecimiento, del temor al sacrificio, de la visión materialista que nos ha hecho tener como necesario lo superfluo, para ser, como escuchábamos el domingo pasado “creaturas nuevas”.
Panorama difícil que arredra y estremece, por ello oramos fuerte y confiadamente: “Ven en nuestra ayuda para que podamos vivir y actuar siempre con aquel amor que impulsó a tu Hijo a entregarse por nosotros”. ¿De dónde sino de Él podremos obtener la gracia y la convicción para decir, a ejemplo de Pablo: “Nada vale la pena en comparación con el bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús. Por su amor he renunciado a todo y lo considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él”? ¿Dónde encontrar el ánimo y la decisión “para compartir sus sufrimientos y asemejarnos a Él en su muerte con la esperanza de resucitar de entre los muertos”? El que corre en el estadio tiene la mira puesta en la meta, ¿cuál es la nuestra? Ojala podamos afirmar, con hechos, que es “el trofeo al que Dios, por medio de Jesús, nos llama desde el cielo”. Es obra de la gracia el querer y el cumplir; una vez más “Dejémonos reconciliar con Dios”, de Él viene la abundante misericordia.
Jesús mismo nos da la prueba del amor y del perdón. No le importa que hayamos caído sino que nos esforcemos por levantarnos. No mira nuestro pasado sino que nos abre a nuestro futuro. Las transgresiones, los yerros, los pecados, quedan borrados porque “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.
El pasaje que hemos leído nos anima: “El Hijo del hombre no ha venido a condenar sino a perdonar”. No se desentiende del mal, lo purifica. No se escuda en la dureza de la ley, la supera. Con una tierna dureza a todos nos confronta: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, y deja que su palabra remueva la realidad personal; “los acusadores comenzaron a escabullirse, empezando por los más viejos”, el silencio, otorga…
Sintamos sobre nosotros la mirada que limpia, que reconoce el mal, pero renueva: “Yo tampoco te condeno. Vete y no vuelvas a pecar”. Perdón que compromete y que invita a vivir con la esperanza puesta en el futuro. “Aún es tiempo, conviértanse y crean en el Evangelio”.
Celebramos el último domingo de Cuaresma, ¿hemos recorrido todos esos días con un ánimo esforzado que ha buscado ansiosamente la conversión interior? ¿Hemos orado, ayunado, propiciado el encuentro cariñoso con los demás? ¿Hemos sido misericordiosos, “lanzando el corazón por delante?
Sin duda, lo digo por experiencia personal, nos ha faltado entusiasmo, atención, interiorización; permitir que la palabra de Dios, en Isaías, nos haga comprender que la mirada, si bien iluminada por el pasado, la dirijamos conscientes hacia el futuro.
No se trata de olvidar “las maravillas que el Señor ha hecho con nosotros”, sino proyectarlas, como un aliciente siempre activo, hacia el porvenir que descubre, si mira con detenimiento, si contemplamos admirados, que el Señor es “siempre nuevo”, que nos invita a descubrir paisajes alentadores, a abrir los oídos internos para poder “escuchar el brote nuevo”, y ver cómo todo cambia: “ríos en el desierto, bestias salvajes que captan y agradecen la delicadeza del Señor”, entonces, desde lo antiguo, vestido de futuro, “proclamaremos las alabanzas de un pueblo que Él se ha formado”.
Damos el salto del sueño y la ilusión, a la realidad: Dios nos ha liberado de lo más peligroso, de nosotros mismos, de nuestra pasividad, del adormecimiento, del temor al sacrificio, de la visión materialista que nos ha hecho tener como necesario lo superfluo, para ser, como escuchábamos el domingo pasado “creaturas nuevas”.
Panorama difícil que arredra y estremece, por ello oramos fuerte y confiadamente: “Ven en nuestra ayuda para que podamos vivir y actuar siempre con aquel amor que impulsó a tu Hijo a entregarse por nosotros”. ¿De dónde sino de Él podremos obtener la gracia y la convicción para decir, a ejemplo de Pablo: “Nada vale la pena en comparación con el bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús. Por su amor he renunciado a todo y lo considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él”? ¿Dónde encontrar el ánimo y la decisión “para compartir sus sufrimientos y asemejarnos a Él en su muerte con la esperanza de resucitar de entre los muertos”? El que corre en el estadio tiene la mira puesta en la meta, ¿cuál es la nuestra? Ojala podamos afirmar, con hechos, que es “el trofeo al que Dios, por medio de Jesús, nos llama desde el cielo”. Es obra de la gracia el querer y el cumplir; una vez más “Dejémonos reconciliar con Dios”, de Él viene la abundante misericordia.
Jesús mismo nos da la prueba del amor y del perdón. No le importa que hayamos caído sino que nos esforcemos por levantarnos. No mira nuestro pasado sino que nos abre a nuestro futuro. Las transgresiones, los yerros, los pecados, quedan borrados porque “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.
El pasaje que hemos leído nos anima: “El Hijo del hombre no ha venido a condenar sino a perdonar”. No se desentiende del mal, lo purifica. No se escuda en la dureza de la ley, la supera. Con una tierna dureza a todos nos confronta: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, y deja que su palabra remueva la realidad personal; “los acusadores comenzaron a escabullirse, empezando por los más viejos”, el silencio, otorga…
Sintamos sobre nosotros la mirada que limpia, que reconoce el mal, pero renueva: “Yo tampoco te condeno. Vete y no vuelvas a pecar”. Perdón que compromete y que invita a vivir con la esperanza puesta en el futuro. “Aún es tiempo, conviértanse y crean en el Evangelio”.