lunes, 18 de octubre de 2010

Domund, 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 56: 1: 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 66.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2: 1-8
Evangelio: Mateo 28: 16-20.  

El llamado que hace Dios a todos y cada uno, nos compromete a “Anunciar a los pueblos la Gloria de Dios”, y a aceptar el encargo de ser parte viva de la Iglesia “como Sacramento de salvación”. La finalidad es patente: cooperar, desde nuestra individualidad, a que “surja una sola familia y una humanidad nueva”.

El camino lo conocemos: “por la fe a la justicia”, aunque, desde nuestra pequeña perspectiva parezca imposible que abarquemos a todo el mundo, sí  que debemos comenzar con el entorno en que vivimos y con la oración confiada “sin desfallecer”.  

El espíritu misionero nació con la Comunidad cristiana, creció con la conciencia de “ser enviados”, ese mismo Espíritu necesita cauces para manifestarse, más y más, en la sociedad que nos ha tocado vivir, esa sociedad que considera y actúa con la seguridad de no errar el blanco, que prosigue su marcha sin levantar la mirada a los cielos, sin preocuparse por oír ni a Dios ni a su conciencia, y menos aún dignarse poner los ojos en los más pobres, incapaces de considerarse parte de ellos, en frase de Sta. Teresa de Calcuta: “aquellos que no tienen a Dios”. ¿Cómo podrán creer si nadie les predica? Imposible poner su confianza en Aquel a quien no conocen. Aunque no lo sepan, la Palabra de Dios es eficaz y si Él la ha pronunciado por boca del profeta, es cierta: “mi Salvación está a punto de llegar y mi justicia a punto de manifestarse”.  

¡Cómo necesitamos paciencia y confianza!, del Señor es la última palabra, pero podemos “apresurarla” siguiendo la orientación de Pablo a Timoteo, la que hemos leído hace unas semanas y que, estamos convencidos de que se hace más urgente, si cabe, en nuestro tiempo: “Hagan súplicas y plegarias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás autoridades”. La oración ya es misión, “para que los hombres, libres de odios y divisiones, lleguen al conocimiento de la verdad y se salven”.

Contemplemos a Jesucristo, El Padre le ha concedido “todo poder en el cielo y en la tierra”; poder que no subyuga, sino que libera. De ese mismo poder nos invita a participar  para que vayamos “a enseñar, a bautizar” con el signo Trinitario, a ilustrar, porque con el Espíritu hemos podido comprender su doctrina, lo hemos conocido y ha nacido en cada uno de nosotros, el deseo de comunicar, con el ejemplo, con la palabra, con la oración, el modo de cumplir sus mandamiento:”Ámense como Yo los he amado”, e, impregnados de su misma misión, ensanchemos el camino de fraternidad que lleva al Padre. 

Unidos a tantos hombres y mujeres que, dejándolo todo, han emprendido la senda de la Buena Nueva del  Evangelio, en medio de privaciones, soledad, persecuciones e incomprensiones, que se dejaron mover por el Espíritu y han sembrado luces de paz y de ternura, que se han convertido en “fuegos que encienden otros fuegos”. 

Que nuestra oración, unida a la Iglesia en el mundo entero, se eleve confiada porque aún creemos en el amor, la justicia y la verdad.

¡Jesús Eucaristía, que diariamente te ofreces por nosotros, escúchanos y realiza lo que Tú mismo sigues deseando: “¡Que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad!”