Primera Lectura: del libro del profeta Daniel 7: 13-14
Salmo Responsorial, del salmo 92: Señor, tú eres nuestro rey.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis 1: 5-8
Aclamación: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David!
Evangelio: Juan 18: 33-37.
El domingo
de la indescifrable paradoja desde nuestra limitación, comprensible,
pero, ojalá, aceptada y vivida, desde la visión de Cristo, desde el
Amor del Padre hecho palpable por nosotros en la entrega total del Hijo.
En la Antífona
de Entrada leemos las atribuciones que solamente es digno de recibir
El Cordero Inmolado, precisamente porque murió para abrirnos el verdadero
Reino junto al Padre. No todos lo han captado, ni aceptado, por ello
pedimos “que
toda creatura, liberada de la esclavitud, sirva a su majestad y la alabe
eternamente.”
En el libro de
Daniel, han ido desfilando, previamente, las bestias derrotadas, ahora
aparece “uno
como hijo de hombre que viene entre las nubes del cielo”, uno
como nosotros pero que viene desde Dios a traernos la Buena Nueva para
que al escucharla, todas las naciones y pueblos le sirvan; la razón
está clara: “su
poder es eterno, su reino jamás será destruido”. Un poder
que es servicio, un reino que todos anhelamos, que lo tenemos a la mano
y que nos pasa inadvertido, porque así lo queremos…, porque pide
sinceridad y justicia, sencillez y humildad, una mirada trascendente
que traspase las nubes de nuestro “no saber” y acepte lo que va
más allá del pensar intramundano, puramente sensible y egoísta que
no sabe del poder para servir y entregar gratuitamente.
Estamos en el
año de la Fe, y ¡cómo necesitamos que se acreciente!, que mueva las
entrañas y guíe las decisiones; que mire y admire “al Traspasado”
y en Él y desde Él continúe hasta poder barruntar lo que detrás
de Él se le descubre: “Alfa y Omega, principio y fin, el que Es, que Era y ha de venir”,
el centro y resumen de toda la existencia, el que nos colma de paz y
de esperanza, el Señor Todopoderoso. ¿Quién podrá comprender toda
su profundidad? La respuesta Jesús nos la ha entregado: los limpios
de corazón, los que trabajan por la paz y la justicia, los que se abren
a los demás, los que escuchan y perdonan, los que viven la alegría
del Evangelio y dan testimonio con sus vidas de aquello en lo que creen.
¡Fácil es decirlo y recitarlo, imposible, sin Él, el realizarlo!
Jesús nos desconcierta,
ha “huido” ante el deseo popular de nombrarlo Rey y ahora,
ante Pilato, se proclama Rey: “Tú lo has dicho. Soy Rey. Yo nací y vine al mundo para dar testimonio
de la verdad. Todo el que es de la Verdad, escucha mi voz”.
La paradoja crece y nos asombra; ¡en qué circunstancias acepta la
realeza!: maniatado, despreciado, a punto de ser condenado, sin amigos,
sin nadie que lo defienda… Su testimonio es claro: Testigo de la Verdad,
porque sabe lo que dice y dice lo que sabe aun cuando eso lo lleve a
la muerte. Nos ofrece un resumen de su vida: “Mi alimento es hacer la Voluntad de Aquel que me envió”,
y, “He venido
para que el mundo tenga vida”; ojalá su congruencia total
nos arrebate y nos anime a decirle, temblorosamente: queremos escuchar
tu Verdad, escucharte a Ti que eres el Camino, la Verdad y la Vida,
y contigo, “primogénito
de entre los muertos y soberano de los reyes de la tierra”,
llegar a ese “Reino que no acaba, reino de la verdad y de la vida,
reino de la santidad y de la gracia, reino de la justicia, del amor
y de la paz”, ¡reino que inicia aquí entre los hermanos!