Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 17-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del
apóstol Pablo a los gálatas 1: 11-19
Evangelio: Lucas 7: 11-17.
“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?”;
las lecturas de este domingo propician que reflexionemos sobre algo que,
aun cuando digamos que hemos superado el miedo, nos deja temblorosos, en
penumbra de expectación y nos inspira a repetir desde lo más hondo de nuestro
ser que de verdad queremos que el Señor sea nuestra luz y nuestra salvación,
para mirar de frente a la muerte.
La hemos experimentado cercana
cuando parientes o amigos han partido, probablemente nos hayamos imaginado
tendidos en la cama o ya “quietos” en el ataúd; quizá hayamos
recordado a Isaías: “Como un tejedor, yo enrollaba mi vida y de pronto me
cortan la trama…” (38: 14), o de La Imitación de Cristo: “Piensa que pronto
será contigo este negocio”. No estamos en esa circunstancia con el corazón
apesadumbrado; sentimos que la sangre fluye, que el latido es uniforme, que el
aire llena nuestros pulmones, y damos gracias porque, con serenidad, llenos de
confianza, constatamos que Dios es Dios de vida y con esa misma seguridad
sabemos que nos espera al final del camino: “cada paso me acerca al momento del
abrazo”, abrazo en el que, sin duda, sentiremos lo que es el Amor del Padre, la
participación de la Vida Trinitaria en nosotros y nosotros en Ella. ¡Qué
confortador poder afirmar: no sé cómo será eso de la resurrección, pero CREO!
Viajamos con Elías a Sarepta, son
tiempos tristes para Israel, los reyes han emparentado con pueblos vecinos, el
nombre de Dios ha sido olvidado y persiste la idea de que por culpa de los
pecados llegan las desgracias: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has
venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?”
El profeta no inicia un diálogo clarificador, actúa como verdadero hombre de
Dios. “Señor, devuélvele la vida a este niño”, y el Señor lo escuchó.
Una vuelta a la vida, devolvió a la viuda, la verdadera vida: “Sé que tus
palabras vienen del Señor”.
Jesús no se cansa de repetirnos: “Yo
soy la resurrección y la vida, el que viene a mí, aunque muera, vivirá…; el que
come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre…; he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia”, pero no es como nosotros: palabras,
palabras y palabras, Él vive la congruencia, el amor hecho acto. Su
corazón, el más lleno de humanidad, se compadece, no exclusivamente en Naím
sino desde siempre y para siempre: “No llores”, ¿a qué le habrán sonado
estas dos palabras a la mamá del joven muerto?, ¡sorpresa, asombro,
incomprensión…! pero al ver a Jesus todo tuvo que cambiar, al cruzarse las
miradas, vio la vida, la paz, la serenidad. Jesús, no en lo escondido como
Elías, ni invocando a Yahvé, sino ante todos y en la fuerza de su propio nombre
dice: “Joven, Yo te lo mando: Levántate .El que había muerto se levantó y
comenzó a hablar. Jesús lo entregó a su madre”.
“Dios ha visitado a su pueblo”, comentan todos, y lo sigue
visitando, sigue invitando a la vida, sigue ofreciendo vida a cuantos hemos
experimentado la muerte de la ilusión, de la esperanza, de la eternidad y nos
pide que nos levantemos y ¡que hablemos!, que comuniquemos, que seamos,
¡cuántas veces lo hemos comentado!, testigos de la Gracia y la presencia del
Espíritu entre nosotros, que actúa en nosotros, nos sostiene para que
divulguemos la alegría del Evangelio, para que convenzamos a cuantos nos
encontremos en
el camino que “La gloria de Dios es
que el hombre viva y viva feliz”.