miércoles, 5 de junio de 2013

10º Ordinario, 9 Junio de 2013.


Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 17-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 1: 11-19
Evangelio: Lucas 7: 11-17.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”; las lecturas de este domingo propician que  reflexionemos sobre algo que, aun cuando digamos que hemos superado el miedo, nos deja temblorosos, en penumbra de expectación y nos inspira a repetir desde lo más hondo de nuestro ser que de verdad queremos que el Señor sea nuestra luz y nuestra salvación, para mirar de frente a la muerte.

La hemos experimentado cercana cuando parientes o amigos han partido, probablemente nos hayamos imaginado tendidos en la cama o ya “quietos” en el ataúd; quizá hayamos recordado a Isaías: “Como un tejedor, yo enrollaba mi vida y de pronto me cortan la trama…” (38: 14), o de La Imitación de Cristo: “Piensa que pronto será contigo este negocio”. No estamos en esa circunstancia con el corazón apesadumbrado; sentimos que la sangre fluye, que el latido es uniforme, que el aire llena nuestros pulmones, y damos gracias porque, con serenidad, llenos de confianza, constatamos que Dios es Dios de vida y con esa misma seguridad sabemos que nos espera al final del camino: “cada paso me acerca al momento del abrazo”, abrazo en el que, sin duda, sentiremos lo que es el Amor del Padre, la participación de la Vida Trinitaria en nosotros y nosotros en Ella. ¡Qué confortador poder afirmar: no sé cómo será eso de la resurrección, pero CREO!

Viajamos con Elías a Sarepta, son tiempos tristes para Israel, los reyes han emparentado con pueblos vecinos, el nombre de Dios ha sido olvidado y persiste la idea de que por culpa de los pecados llegan las desgracias: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?”  El profeta no inicia un diálogo clarificador, actúa como verdadero hombre de Dios. “Señor, devuélvele la vida a este niño”, y el Señor lo escuchó. Una vuelta a la vida, devolvió a la viuda, la verdadera vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”.

Jesús no se cansa de repetirnos: “Yo soy la resurrección y la vida, el que viene a mí, aunque muera, vivirá…; el que come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre…; he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, pero no es como nosotros: palabras, palabras y palabras, Él vive la congruencia, el amor hecho acto. Su  corazón, el más lleno de humanidad, se compadece, no exclusivamente en Naím sino desde siempre y para siempre: “No llores”, ¿a qué le habrán sonado estas dos palabras a la mamá del joven muerto?, ¡sorpresa, asombro, incomprensión…! pero al ver a Jesus todo tuvo que cambiar, al cruzarse las miradas, vio la vida, la paz, la serenidad. Jesús, no en lo escondido como Elías, ni invocando a Yahvé, sino ante todos y en la fuerza de su propio nombre dice: “Joven, Yo te lo mando: Levántate .El que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús lo entregó a su madre”.

“Dios ha visitado a su pueblo”, comentan todos, y lo sigue visitando, sigue invitando a la vida, sigue ofreciendo vida a cuantos hemos experimentado la muerte de la ilusión, de la esperanza, de la eternidad y nos pide que nos levantemos y ¡que hablemos!, que comuniquemos, que seamos, ¡cuántas veces lo hemos comentado!, testigos de la Gracia y la presencia del Espíritu entre nosotros, que actúa en nosotros, nos sostiene para que divulguemos la alegría del Evangelio, para que convenzamos a cuantos nos encontremos en 
el camino que “La gloria de Dios es que el hombre viva y viva feliz”.