Primera lectura: del segundo libro de Samuel 12: 7-10, 13
Salmo
Responsorial, del
salmo 31: Perdona,
Señor, nuestros pecados
Segunda
lectura: de la
carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como
víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.
Tres historias de debilidad, de
pecado, de conversión y de arrepentimiento, y un Corazón siempre dispuesto y
ansioso por perdonar: David, la mujer pecadora, Pablo y, no puede ser otro que
el Corazón de Cristo, el “Corazón” de Dios.
El día 7 recordábamos sus palabras: ¡He
aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y no recibe de ellos sino
olvidos y menosprecios; tú, al menos ámame!”, le decía a Santa Margarita y
el eco de su queja amorosa llega hasta nosotros, con ese imperativo: “¡Tú,
al menos ámame!” El complemento que añade tiene que impulsarnos a la
entrega: “Cuida tú de mis cosas, que Yo cuidaré de las tuyas” ¿Qué es
cuidar de las cosas del Señor sino dejarse amar y dar a conocer ese
amor?
La primera historia: David ha
recibido todo: “Te consagré…, te libré, te confié la casa de tu Señor, te di
poder, y si te parece poco, estoy dispuesto a darte más”. Éste es el Dios
verdadero, que da sin detenerse, hasta darse Él mismo. Pensemos en el
desarrollo de nuestra vida, ¿no podemos apropiarnos cada una de esas palabras?
David no ha respondido, la debilidad, la ocasión lo han vencido, al adulterio
ha añadido el asesinato, y ¡es el elegido del Señor! Natán, en nombre del
Señor, habla sin rodeos: “me has despreciado”. ¡Qué poca cosa somos
dejados a nosotros mismos y qué grande es el Corazón de Dios! David reconoce: “¡He
pecado contra el Señor!”, la respuesta es inmediata: “El Señor perdona
tu pecado. No morirás”. Así de sencillo: reconocimiento, confesión, arrepentimiento
y perdón. ¿No se conmueven nuestras entrañas al comprobar que “Dios no
quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”? No hay tiempo
de jugar con el tiempo. “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su
pecado. Dichoso aquel en el que Dios no encuentra ni delito ni engaño”.
Después, Pablo, educado en la férrea
adhesión a la Ley, comprende que el camino es otro: la Fe en Jesucristo.
Aprendió a desaprender para aprender lo Nuevo: “Vivo, pero ya no soy yo el
que vive, es Cristo quien vive en mí…, que me amó y se entregó por mí. Así no
vuelvo inútil la gracia de Dios”. Ni es sueño ni utopía, Dios nos ama hasta
el extremo de darnos a su Hijo y en Él, dársenos. Preguntémonos si somos esos
cristos vivos que aprovechan al máximo la Gracia del Espíritu. No dejemos
nuestras vidas como una respuesta a medias.
Finalmente la mujer pecadora:
signos sin palabras que dejan al descubierto el corazón; el amor que es
arrepentimiento y el arrepentimiento que engendra amor.
Lágrimas, besos, unción; sólo quien
conoce el interior descifra el significado de los signos, en cambio, quien se
queda aferrado a sus pensamientos, jamás tendrá la dichosa aventura de
creer: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo
está tocando, es una pecadora”. ¡Qué distante tu corazón, Simón, para
entender! ¡Qué distante el nuestro en tantas ocasiones! Jesús le ayuda: “dos
deudores, uno debía mucho otro poco, los dos perdonados, ¿quién amará más?
Cuando no está en juego nuestro yo, somos perspicaces en el juicio: “Supongo
que aquel a quien más se le perdonó”. Entendiste, Simón: “Haz juzgado
bien”. Lo que tú no hiciste, esta mujer lo ha superado, por eso “Yo te
digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados porque ha amado
mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Jesús dijo a la
mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.
Dejémonos envolver por esa Paz, la
que el mundo no puede dar. Sintamos el abrazo cariñoso de Cristo que cura las
enfermedades, vuelve a la vida a los muertos y libera del mal radical, del
pecado, del olvido, de la debilidad. “¡Creo, Señor, aumenta mi fe!”.