viernes, 14 de junio de 2013

Domingo 11° Ord. 16 junio 2013.


Primera lectura: del segundo libro de Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados
Segunda lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Tres historias de debilidad, de pecado, de conversión y de arrepentimiento, y un Corazón siempre dispuesto y ansioso por perdonar: David, la mujer pecadora, Pablo y, no puede ser otro que el Corazón de Cristo, el “Corazón”  de Dios. 

El día 7 recordábamos sus palabras: ¡He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y no recibe de ellos sino olvidos y menosprecios; tú, al menos ámame!”, le decía a Santa Margarita y el eco de su queja amorosa llega hasta nosotros, con ese imperativo: “¡Tú, al menos ámame!”  El complemento que añade tiene que impulsarnos a la entrega: “Cuida tú de mis cosas, que Yo cuidaré de las tuyas” ¿Qué es cuidar de las cosas del Señor sino dejarse amar y dar a conocer ese amor?

La primera historia: David ha recibido todo: “Te consagré…, te libré, te confié la casa de tu Señor, te di poder, y si te parece poco, estoy dispuesto a darte más”. Éste es el Dios verdadero, que da sin detenerse, hasta darse Él mismo. Pensemos en el desarrollo de nuestra vida, ¿no podemos apropiarnos cada una de esas palabras? David no ha respondido, la debilidad, la ocasión lo han vencido, al adulterio ha añadido el asesinato, y ¡es el elegido del Señor! Natán, en nombre del Señor, habla sin rodeos: “me has despreciado”. ¡Qué poca cosa somos dejados a nosotros mismos y qué grande es el Corazón de Dios! David reconoce: “¡He pecado contra el Señor!”, la respuesta es inmediata: “El Señor perdona tu pecado. No morirás”. Así de sencillo: reconocimiento, confesión, arrepentimiento y perdón. ¿No se conmueven nuestras entrañas al comprobar que “Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”? No hay tiempo de jugar con el tiempo. “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado. Dichoso aquel en el que Dios no encuentra ni delito ni engaño”.

Después, Pablo, educado en la férrea adhesión a la Ley, comprende que el camino es otro: la Fe en Jesucristo. Aprendió a desaprender para aprender lo Nuevo: “Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí…, que me amó y se entregó por mí. Así no vuelvo inútil la gracia de Dios”. Ni es sueño ni utopía, Dios nos ama hasta el extremo de darnos a su Hijo y en Él, dársenos. Preguntémonos si somos esos cristos vivos que aprovechan al máximo la Gracia del Espíritu. No dejemos nuestras vidas como una respuesta a medias.

Finalmente la  mujer pecadora: signos sin palabras que dejan al descubierto el corazón; el amor que es arrepentimiento y el arrepentimiento que engendra amor.

Lágrimas, besos, unción; sólo quien conoce el interior descifra el significado de los signos, en cambio, quien se queda aferrado a sus pensamientos, jamás tendrá la dichosa aventura de creer: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando, es una pecadora”. ¡Qué distante tu corazón, Simón, para entender! ¡Qué distante el nuestro en tantas ocasiones! Jesús le ayuda: “dos deudores, uno debía mucho otro poco, los dos perdonados, ¿quién amará más? Cuando no está en juego nuestro yo, somos perspicaces en el juicio: “Supongo que aquel a quien más se le perdonó”. Entendiste, Simón: “Haz juzgado bien”. Lo que tú no hiciste, esta mujer lo ha superado, por eso “Yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

Dejémonos envolver por esa Paz, la que el mundo no puede dar. Sintamos el abrazo cariñoso de Cristo que cura las enfermedades, vuelve a la vida a los muertos y libera del mal radical, del pecado, del olvido, de la debilidad. “¡Creo, Señor, aumenta mi fe!”.