Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 58:
7-10
Salmo Responsorial, del salmo 111: El justo brillará como una luz en
las tinieblas.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol
Pablo a los corintios
2: 1-5
Aclamación: Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me
sigue tendrá la luz de la vida.
Evangelio: Mateo 5: 13-16.
“Entremos y adoremos
de rodillas al Señor, creador nuestro, porque él es nuestro Dios”, orábamos en la antífona de entrada
y al hacerlo reconocemos nuestra realidad de creaturas, de seres relativos, que
tenemos la referencia total de nuestra existencia en Dios, el Creador, el
Absoluto; pero sin quedarnos en una concepción abstracta, aceptamos lo que nos
complementa, al recitar la oración colecta: “somos hijos” que sabemos “en Quién hemos puesto nuestra confianza”.
Isaías
nos sacude, aleja de nosotros la vaciedad de una adoración que se escuda en lo
exterior, en la aceptación universal que no compromete, que se queda en ideas
que no comprometen, que huyen de la acción, nos propone lo concreto, lo que
proyecte aquello que decimos tener en el interior: “abre tu corazón a los demás, comparte tu pan, cobija al que no tiene
techo, no des la espalda a tu hermano, viste al desnudo…, entonces clamarás y
Yo te escucharé, brillará tu luz en las tinieblas…, entonces Yo te diré ¡Aquí
estoy!”. Isaías preanuncia lo que
Jesús proclama en el inicio de este capítulo quinto de Mateo, y que deberíamos
haber leído el domingo pasado; no lo hicimos porque celebrábamos La
Presentación del Señor en el templo: las Bienaventuranzas, que al vivirlas,
elevarán nuestro clamor hasta Dios y escucharemos su respuesta: “Aquí estoy”. Si las dejamos en la
mente, donde “nada duele”, jamás imitaremos, desde la posibilidad de nuestra
pequeñez, la integración de la vida en la de Cristo que vino repartir vida a costa de la suya, a hacer
brillar la luz en las tinieblas.
San
Pablo analiza la experiencia tenida en Atenas: no es con sabiduría humana como dará
testimonio de Cristo, sino hablando de lo único que salva: de Jesucristo y “de Jesucristo crucificado”, convencido
de que la fuerza para hacerlo viene del Espíritu y del poder de Dios. Este es
el camino para convertirnos en “sal de la
tierra”, en “luz del mundo”, en “ciudad construida en lo alto de un monte”, en
“lámpara encendida que alumbre a todos los
de casa”.