Primera Lectura: del libro del Génesis 12: 1-4
Salmo Responsorial, del
salmo 32: Señor, ten misericordia de nosotros.
Segunda Lectura: de
la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 8-10
Aclamación: En el esplendor de
la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo”.
Evangelio:
Mateo 17: 1-9.
“¿Recuerdo que tu ternura y tu misericordia son eternas? ¿Estamos convencidos de esta realidad? Él se nos presenta
en cada creatura y más en lo escondido de nuestro corazón. Está en el rostro de
cada hombre, por difícil que nos sea comprenderlo; ¿lo encontramos de verdad? Tenemos
claros los modos y el camino, ¿por qué
retrasamos el Encuentro?
La Fe, así con mayúsculas es el
resultado del encuentro con Dios. Conlleva la aventura de salir de nuestros
propios criterios, para que, desde un conocimiento que no es inmediatamente
perceptible en la integridad de su contenido; surja la confianza y nos animemos
a seguir adelante como Abraham. Esta Fe que ha alimentado y sostenido a miles
antes de nosotros, se dejaron guiar por ella en medio de la niebla “a la tierra que Yo les mostraré”. El
patriarca vive colgado de la esperanza, ha aceptado que “Dios no miente”; la gracia le ha hecho entrever Quién lo llama;
todo es futuro, nada es evidente, ni tierra ni descendencia, ya se cumplirán en
Jesucristo, culmen de la revelación, superará los límites geográficos, ya es anuncio del Reino, de la Patria definitiva.
“Abraham partió, como se lo había ordenado el Señor”, llamamiento que no proviene de sus méritos; exactamente
igual nos llama a nosotros, no por nuestros méritos, sino, como escuchamos en
la Carta a Timoteo, “porque Él lo dispuso
gratuitamente”; ¿ya iniciamos el peregrinaje o hemos preferido quedarnos en
un inmovilismo estéril, aferrados a lo que pensamos que tenemos ya como
posesión? Aquí puede estar la causa del por qué retrasamos el Encuentro.
El don ha sido por medio de Cristo
Jesús, en su manifestación, en su fidelidad, conseguido por la totalidad de su
vida y específicamente porque “con su
muerte destruyó nuestra muerte” y ha hecho brillar la luz de la vida y de
la inmortalidad por medio del Evangelio; hemos de escuchar y hacer vida, porque
no acabamos de percibir lo que oiremos en el Prefacio: “que la pasión es el camino de la resurrección”; querríamos una
contemplación agradable, que engolfa nuestro egoísmo lejana del compromiso; sin
duda es mejor oír la invitación que viene del Padre: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias;
escúchenlo”, aunque de momento nos haga caer en tierra “llenos de un gran temor”, al abrir los ojos, los oídos y el
corazón, encontraremos la voz cálida y la
palmada cariñosa de Jesús que nos anima:
“Levántense y no teman”, mediten
y crean en lo que han visto: la seguridad del resplandor de la vida que espera
a toda la humanidad: “el Hijo del hombre
y con él todos, resucitaremos de entre los muertos”.
Jesús no nos pide silencio como a los
tres discípulos; ahora, al contrario debemos dar fe del Resucitado, con
palabras y obras. Contamos con la Gracia para un seguimiento decidido, para
supera toda dificultad y mostrar, que no solamente hemos oído sino, de verdad, escuchado
al Padre y a Jesús, la Palabra Encarnada.