Primera Lectura: del libro del Éxodo 20, 1-17
Salmo Responsorial, del salmo 19: Tú
tienes, Señor, palabras de vida eterna.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los
corintios 1, 22-25
Aclamación: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo
el que crea en El tenga vida eterna.
Evangelio: Juan 2, 13-25
“Infúndenos, Señor, un Espíritu nuevo”. Lo prometiste cuando
revelaras tu santidad y ya la has manifestado en Jesucristo. ¿Por qué no
sentimos el viento de sus alas en nosotros? Sin tu Espíritu, ¿cómo nos
sentimos? Progresamos, es cierto, pero
de una manera chata, obscura y egoísta. Nos gloriamos de los triunfos técnicos
y científicos, pero, ¿dónde han quedado el pensamiento, la religiosidad, los
valores? Fincamos nuestro triunfo en la investigación y en el poder, en una
comunicación inacabable de datos, cifras, estadísticas y predicciones con la que creemos dominar el mundo, y en vez
de ser “Señores”, celosos cuidadores del ser y de los seres, nos hemos
convertido en “amos” esclavizantes y soberbios.
Dudo mucho que aceptes como
realidad lo que preponemos en la petición que te elevamos: ¿“ayuno, oración y misericordia como remedio
del pecado”? ¿Es que en verdad “reconocemos
nuestras miserias y nos agobian nuestras culpas”? Si lo confesáramos en serio, seríamos otros a
tus ojos y a los nuestros porque de inmediato nos sentiríamos “reconfortados con tu amor”. No es esta
la humanidad que Tú quisiste, hemos roto tus planes; no hemos obedecido tus
mandatos, tus leyes y preceptos y nos hemos encerrados como ostras, creyendo
que la perla allá escondida, era en sí misma suficiente. ¿Capacidad?, nos la
has dado a torrentes. Repartes con mano generosa para hacernos capaces de construir
un mundo nuevo. Tu Palabra alumbra cada día, marca las mojoneras del único
camino, “es vida eterna”.
Para guiar a tu Pueblo, y, con él
a nosotros, entregas el Decálogo: síntesis que todo lo contiene: en
verticalidad: filial adoración; en horizontalidad: fraternidad activa; en
interioridad: aceptación consciente, nada queda al acaso, Tú todo lo previste,
nos dejaste a nosotros la respuesta; pero sin Ti no la daremos ni personal ni
colectivamente.
¿Otra nueva propuesta sin quedar
marginada la primera? Sonó y sigue sonando a locura inconcebible. Ni aunque
venga de Ti y se haya hecho en Cristo realidad palpable, eso de Cruz y Muerte,
nos aterra, no cabe en nuestras mentes, nos repugna, por eso nos unimos al
clamor del “escándalo”: ¿Cómo puede
ser Dios fuerte en la debilidad? Va contra toda regla de la lógica humana: ¡lo
débil no puede sostenerse! Lógica que en Cristo se nos quiebra y con Él
comienza a brotar la nueva.
Nos pedías “conversión”, ahora vislumbramos el modo: audacia y reciedumbre, “¡quiten todo de aquí y no conviertan en
mercado la casa de mi Padre!”. Casa que es todo el mundo, y cada hombre.
¡Qué limpieza conlleva ser “morada de
Dios”!
La novedad del Espíritu que supera lo externo:
oro, ropajes, edificios, ofrendas y holocaustos, que exige “odres nuevos para el vino nuevo”, que ante la indignación de
aquellos que confían en los ritos, ofrece el propio ser en sacrificio: “Destruyan este templo y en tres días lo
reedificaré”. Anuncio que libera, que rompe las cadenas y confirma en su
restauración, la nuestra.
Los discípulos tardaron en llegar,
pero llegaron. A la luz de la
Resurrección, se hizo luz en sus mentes: “El celo de tu casa me devora” y creyeron en Jesús y en la
Escritura.
No nos tardemos más. No es que el
Señor “aguarde demasiado”, nos conoce muy bien: “No necesita que nade le descubra lo que es el hombre, porque Él sabe
lo que hay en el hombre”. Pidámosle
que se encuentre a Sí mismo adentro cuando nos escudriñe.