Primera Lectura: del libro de los Proverbios 9: 1-6
Salmo Responsorial, del salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 5.
15-20
Aclamación: El que
come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él, dice el Señor.
Evangelio: Juan 6.51-58.
¿Dónde nos encontramos plenamente a
gusto? La Antífona de entrada nos da la
respuesta como eco del salmo del domingo pasado que coincide con el de ésta
liturgia: Haz la prueba y verás qué bueno
es el Señor”. Si la hemos hecho, no dudaremos en lo más mínimo en la
aseveración: “Un día en tu casa es más
valioso que mil en cualquier parte”.
Nos afanamos, corremos, buscamos la felicidad…,
palabra que apenas pronunciada, se evapora. La experiencia de San Ignacio de
Loyola es aleccionadora: libros de caballería, ensoñaciones, imaginación
desbordada de hechos heroicos, de honras y triunfos, de amores imposibles…,
gozo fugaz que lo deja vacío y pensativo. En cambio, la providencial
experiencia de Dios a través de la lectura de la Imitación de Cristo y de las
vidas de los santos, le abre cauces insospechados, le inyecta un entusiasmo
real que no se arredra ante los retos de ir más allá de sí mismo; la verdadera
felicidad le sale al paso, le hace gustar ya “el banquete preparado para los de corazón sencillo”. La Gracia del
encuentro lo conduce – y él se deja conducir – “para comer el pan y beber el vino” preparados por la Sabiduría.
Comprueba vivamente que en verdad “un día
en la casa del Señor, vale más que mil en cualquier otra parte”. La
ignorancia se ha ido y el camino comienza; no será nada fácil, pero ahora ya
sabe Quién es quien lo acompaña y a qué lo invita.
Discernimiento, necesidad de intiorización sin tregua
en nuestras vidas, prudencia en cada paso “aprovechando
el momento presente, porque los tiempos son malos”. La riada nos acosa y
amenaza con arrastrar nuestras vidas sin dirección alguna; pero recordando el
Cantar de los Cantares: “los ríos no
pueden arrasar al amor”, encontramos el puntal que nos sostiene seguros en
medio del torbellino; llenos del Espíritu Santo elevaremos los cantos de
alabanza con un corazón agradecido; ya gozamos el encuentro con el Padre en
Jesucristo el Señor.
Jesús, en el Evangelio, continúa el diálogo iniciado
el domingo pasado. Su insistencia sacude: “Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que Yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga
vida”. El asombro se asombra, la lógica rechina al enfrentarse y confrontar
el peso de lo dicho, la duda ensombrece: “¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?” La imposibilidad copa la puerta e
impide subir al nivel superior, ahí donde habitan “los de corazón sencillo”, ahí donde la fe tiene su morada, ahí
donde los cuestionamientos se responden no desde la lógica, sino desde el amor
y la confianza, ahí donde reina el “Amén”.
Jesús, sin inmutarse, abre aún más el horizonte: “Yo les aseguro: si no comen la carne del
Hijo del Hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que
come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y Yo en él… y vivirá
eternamente”.
No habla de símbolos, hace referencia al pan con que
se hartaron; no es ilusión ni es magia, es Amor Encarnado que quiere
alimentarnos, participarnos su Vida en el presente, transfigurarnos, que
aprendamos “a dar pasos sin tiempo, en tiempo apenas”, que aprendamos a vivir,
desde este mundo, la eternidad gozosa con Él y con el Padre.
La Mesa ya está puesta a nuestro alcance, ¿hay alguien
que elija perecer de hambre?