domingo, 6 de septiembre de 2015

23° Ordinario, 6 Septiembre, 2015



Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 35: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 145: Alaba, alma mía, al Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 2: 1-5
Aclamación: Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evangelio: Marcos 7: 31-37.

El Señor hace conjunciones inconcebibles para nosotros: Justo y Bondadoso; da a cada quien lo que le corresponde, pero su Bondad excede, porque perdona, nuestras culpas; por eso es Él y sólo Él, quien nos ayudará a cumplir su voluntad. ¿Podemos “merecer” la herencia eterna? Merecer en el sentido de “transacción”, ¡nunca! Recordemos lo que nos dice San Pablo: “¿Quién ha dado a Dios primero para que Él le devuelva?”, que junto con lo que nos decía Santiago el domingo pasado, se completa: “Todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces”. Pidamos entender que de Dios viene la Redención, la Filiación y la consecuencia: heredar el Reino.

Isaías redunda en el mismo tema: “No teman. Aquí está su Dios, vengador y justiciero que viene a salvarlos” Paradoja pura: ¡venganza y justicia que salva! ¿Contradicción?, ¡no!, Misericordia en acción que hace ver y oír, que consolida y alienta, que riega con agua de vida y multiplica manantiales. Si hubiera algún “corazón apocado”, seguramente “cobrará ánimo”. ¡Éste es nuestro Dios que está y seguirá estando!

El Salmo nos confirma: “El Señor es fiel a su palabra” y al comprobarlo, no habrá otra reacción que la de un corazón sensato: “Alaba, alma mía al Señor”.

Alabarlo no puede quedarse en simples voces, el Apóstol Santiago nos confronta: fe y alabanza que no obra, queda estéril envuelta en la mentira. El ejemplo que pone, nos aprieta, la universalidad, sin distinciones es nuestra meta; seguir a Jesucristo que, si  hizo distinciones, fue siempre a favor de los más empobrecidos. El criterio divino: “A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo”. La ocasión se presenta a cada paso en nuestras vidas, ¿qué dirección seguimos?

Jesús, caminante incansable, recorre las regiones “haciendo el bien”, llega a Decápolis, tierra de paganos, le llevan a un sordomudo, incapaz de escuchar la Buena Noticia de la Salvación ni de alabar a Dios. Jesús lo lleva aparte, toca los oídos con sus dedos, y le toca la lengua con saliva, “mira al cielo y suspira”, pronuncia la palabra exacta: “Effetá”, ¡Ábrete!  Se aparta con él, no quiere adulaciones. El rito es pausado, los signos comprensibles: introduce los dedos en los oídos sordos y en la lengua pasiva, sabe que el Padre lo escucha, siente con el enfermo su flaqueza y realiza el milagro: “Al momento se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua”.  El hombre está listo para la comunicación con Dios y con los hombres. La admiración estalla: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

Superando el gozo físico de un hombre, hermano nuestro, liberado, pensemos que igual ha sucedido el día de nuestro Bautismo: la palabra, la misma “Effetá”, la explicación contiene un compromiso serio que continúa vigente: “Que a su tiempo sepas escuchar su Palabra y profesar la fe, para gloria de Dios padre”.

Oír, estudiar, orar, para comprender y anunciar las maravillas que el Señor ha realizado en nosotros. Con decisión valiente es lo que nos pide San Ignacio en los Ejercicios: “No ser sordos a su llamamiento, sino prestos y diligentes para cumplir su santísima voluntad.”   ¡Vuelve a abrirnos, Señor, los oídos y la lengua, la mente y el corazón!