sábado, 12 de septiembre de 2015

24° Ordinario, 13 septiembre 2015.-


Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 50: 5-9
Salmo Responsorial, del salmo 114: Caminaré en la presencia del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 2: 14-18
Aclamación: No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.
Evangelio: Marcos 8: 27-35.

“Paz a los que esperan”, porque el que nada espera nada obtiene.

De la experiencia en su misericordia y en su amor, obtendremos las fuerzas para poder servirle, según nos lo va revelando Jesús en sus dichos y hechos, que, tristemente, no van acordes a nuestros deseos e ilusiones. ¿No guardamos, allá, muy dentro, la imagen de un Mesías glorioso, triunfador, amoldable al éxito, al aplauso y al esplendor? Decimos “conocerlo y amarlo”, pero al tratar de comprenderlo, vemos que lo hemos reducido a nuestra medida y la talla le queda chica, ahí no cabe Cristo.

El Cántico del Siervo sufriente que evoca la primera lectura, vuelve a estremecernos, se nos rompen los sueños fáciles y las imágenes nos dan miedo. Olvidamos, demasiado pronto, el renglón inicial: “El Señor me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás”. La descripción que sigue nos transporta a lo vivido por Cristo en su Pasión. Ni el Profeta, ni Pedro, ni los discípulos conocían el final, nosotros sí. Momentos difíciles que iluminan la verdadera fe si los meditamos con pausa, si seguimos el ritmo, si nos adentramos en el fruto increíble de “haber escuchado la Palabra”:”El Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido. Cercano está el que me hará justicia, ¿quién luchará contra mí? ¿Quién me acusa? Que se me enfrente. El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?” El precio es alto, pero la victoria es segura. Rumiando en el corazón, como María, algo llegaremos a entender para expresar, sinceros, en el Salmo: “Caminaré en la presencia del Señor”.

En este caminar van de la mano la Fe y las obras, el ser hombre y cristiano sin división alguna, todo entero, en cualquier parte, a todas horas, abierto a todo hermano, alejados los ojos de cualquier recompensa, fijo el corazón en el paso firme que da la convicción.

Ya no vacilaremos ante la pregunta que sigue formulando Jesús: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” No buscaremos subterfugios, ni pretextos, ni escudos que impidan adentrarnos en nuestro propio yo, aduciendo opiniones extrañas que no nos comprometan. El Señor nos ha dado lo que sus allegados no tenían: Conocer el final del camino, el triunfo inobjetable de su Resurrección, las ocultas veredas que los desconcertaban y, que a pesar del tiempo, aún nos desconciertan pero que son el sello de Aquel “que escuchó las palabras y no se resistió”.

La confesión de Pedro, sincera y explosiva, no se mantuvo acorde en las obras; temió las consecuencias e intentó disuadir a Jesús. La Pasión y la muerte hacían añicos los aires de grandeza: ¡Ese no es el Mesías al que yo me adhería! Jesús, al reprenderlo nos reprende, ¿cuánto existe en nosotros de oposición al Reino?

La claridad final, tajante, nos ubica: “Salvar aquí es perder allá”, la Trascendencia es la que dura, la que perdura para siempre; allá nos dirigimos.