Primera Lectura: Daniel 12: 1-3
Salmo Responsorial, del
salmo 14: Enséñanos, Señor, el
camino de la vida.
Segunda
Lectura: de la carta a los Hebreos 10: 11-14, 18
Aclamación: Velen y oren, para que puedan
presentarse sin temor ante el Hijo del hombre.
Evangelio: Marcos
13: 24-32.
El Señor nos responde a la súplica
que elevamos el domingo anterior, sus palabras transpiran bondad: “Yo tengo designios de paz, no de aflicción”,
pero la condición persiste: Si me invocan
“los escucharé y los libraré de toda esclavitud”. De parte de Él: seguridad
asertiva que aguarda de nosotros que purifiquemos la condición “si”, para pasar
del murmullo apenas perceptible, a la acción que acepta el compromiso: “con tu ayuda cumpliremos tus mandatos y
podremos encontrar lo que, una y otra vez anhelamos: la felicidad verdadera”
Con sencillez confieso que me
admiro de mí mismo, no con la admiración que deslumbra y alienta por haber
encontrado esa luz perseguida, sino porque, habiendo meditado y pedido,
creyendo estar perfectamente convencido, no crece en mí la respuesta esperada,
la que no pone límites, la que acepta el abrazo, la que confía en el Padre.
Daniel, profeta apocalíptico, me
avisa: ¡El tiempo que no cabalga en la esperanza, trota vacío! Ya no tienes
pasado, ni siquiera presente, estás lanzado, de manera constante, hacia el
futuro; considera el segundo que vives, lo ves y ya no es, lo mismo pasa con
todos los que siguen: ¡sin ser, dejan de ser apenas siendo! ¿Persigo un
despertar amanecido, aun cercado de angustia? ¿Quisiera permanecer en polvo o
convertirme en resplandor eterno?
El dilema del ser, que es el mío,
que no puedo traspasar a nadie, que me compete, que seguirá la ruta que le indique,
que pende de la ilusión alimentada con el querer de Dios sobre mi vida, para
considerar todas las opciones, y elegir la única que llega a completar el
círculo: ¡Salí de Dios y a Él regreso! El estribillo del salmo, me recuerda: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida”.
Enseñanza que no se aprenda el tono solamente, sino que lo vuelva paso
duradero.
Vuelvo los ojos a Jesús, el Centro
de todo cuanto existe; me lleno de su decisión inquebrantable; confío en su
entrega que nos abraza a todos y asegura la victoria final, más allá del pecado
y de la muerte. Le pido que resuene en mí, de manera creciente, lo que San
Pablo expresa: “El justo vivirá de la fe”
(Rom. 1: 17).
Todo lo que comienza, tiene un
fin, y yo, creatura entre creaturas, debo de estar atento al brote de la
higuera y distinguir los tiempos de la espera; al fruto que se anuncia,
preceden circunstancias que estremecen y aterran, pero hay una Voz que todo lo
supera, la que convoca a los hombres al momento del triunfo de la Palabra que
permanece siempre.
¿Cuándo será el momento decisivo? Lo incierto
de lo cierto es lo más cierto, por eso regreso a la expresión paulina: “El justo vivirá de la fe” y pido estar
tan afincado en ella, que a cualquier hora que escuche la llamada, pueda extender
las alas del encuentro.