sábado, 1 de julio de 2017

13° Ordinario, 2 julio 2017.-

Primera Lectura: del segundo libro de los Reyes 4: 8-11, 14-16
Salmo Responsorial, del salmo 88: Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 6: 3-4, 8-11;
Aclamación: Ustedes son linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Evangelio: Mateo  10: 37-42.

 “Aclamar al Señor con gritos de júbilo”, alegría que nace de sabernos “hijos de la luz”, conscientes de que la presencia y la actuación de la Gracia nos mantendrá “alejados de las tinieblas del error y permanecer en el esplendor de la verdad”. Preguntémonos, con sinceridad, si existe algo que más nos interese, y al descubrir que somos y queremos ser sinceros, se acrecentará el júbilo; y si aún faltara profundidad en nuestro interior por vivir el esplendor de la verdad, ahora es ocasión propicia para pedir, más y más, sentirnos “hijos de la luz”.

La liturgia de hoy nos presenta variaciones sobre la actitud de apertura, de acogida, de hospitalidad, de aprender a “ver a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios”.

Eliseo es un profeta itinerante, pasa con cierta regularidad por la ciudad de Sunem; una mujer distinguida le insiste en que se hospede en su casa, él acepta; los esposos no contentos con ofrecerle comida, deciden construir una modesta habitación donde repose. El agradecimiento nace de manera espontánea y Eliseo pregunta a su criado qué hacer por aquellas personas tan amables; éste le pinta el panorama que ha descubierto: “No tienen hijos y el marido es anciano”.
Capta el “hombre de Dios” y, desde su enorme confianza en Yahvé, llama a la mujer y le promete algo que ya no podían esperar humanamente: “El año que viene, por estas mismas fechas, tendrás un hijo en tus brazos”. Definitivamente la recompensa que viene de Dios, supera toda expectativa: Quienes han dado hospedaje gratuitamente, tendrán descendencia; es la bendición que llega de arriba. Seguro que cantaron con todo entusiasmo el salmo que deberíamos recitar con mayor frecuencia y con plena conciencia: “Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor”.

San Pablo nos insta a un “hospedaje” de mayor nivel, somos nosotros los itinerantes que no tenemos, desde nosotros, donde reposar y es Cristo quien nos invita a ser “injertados en Él”; no en una habitación pasajera, sino en la Casa que nos ofrece la Vida permanente. Ya, por su gratuita elección, hemos recibido el Bautismo: sumergidos con Él  para resucitar con Él, –siguiendo la comparación- “muertos al pecado, vivamos para Dios, en Cristo Jesús”. La vida nueva la ha comenzado Él en nosotros y contamos con Él para continuarla.

Jesús no puede dejar de recordarnos la radicalidad del Evangelio, de nuestro compromiso, de la aceptación de que todo es relativo, y, que el Padre y Él, en unión con el Espíritu Santo, son, ES, el único Absoluto, y el camino para demostrarlo, -entendámoslo o no- es la Cruz, no como sufrimiento, sino como seguimiento, como “pérdida que es la ganancia final”. Para intentar comprender, de alguna forma, lo que nos parece “demasiado difícil”, no tenemos otra instancia más que pedir que “esa Luz, de la que somos hijos”, ilumine nuestras carencias y enderece nuestras elecciones.


Toda creatura es reflejo de la bondad de Dios, nuestros más cercanos, nuestra misma vida, cada ser humano y de manera especial “los más pequeños”. Recibir con sinceridad y alegría a cuantos encontremos en la vida, ¡creámosle al Señor!, es recibir a Cristo y recibir al Padre. No pensemos en la recompensa, vivamos, ¡ya!, la verdadera liberación que nos conduzca a encontrar, experiencialmente, a Dios en todas las cosas y a todas en Él.