Primera
Lectura: del libro del Eclesiástico 27: 33 a 28: 9
Salmo Responsorial, del salmo 102: El Señor es compasivo y
misericordioso.
Segunda
Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos: 14:
7-9
Aclamación: Les doy un mandamiento nuevo,
dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado.
Evangelio: Mateo 18: 21-35.
El domingo pasado reflexionábamos, , en la justicia, la
rectitud, la equidad, la vivencia de la
Ley Natural ya impresa en todo ser humano; ahora el Señor nos invita a dar un
paso más: necesitamos completarla con la Ley Evangélica: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”, por eso pedimos “experimentar vivamente su amor”, que tiene que volverse costumbre
a partir de la reflexión, el reconocimiento, la acción de gracias, Dios nos ha
perdonado y nos seguirá perdonando, que nos conceda fuerza y decisión, solamente
así llegaremos a ser coherentes, purificados gratuitamente, nos
comportarnos con los demás como el Señor lo hace con nosotros.
La primera lectura, tomada de un libro
sapiencial, descubre el daño que nos hacemos a nosotros mismos si damos cabida
al rencor, que amarga, a la venganza; que quita la paz; insiste en la
reciprocidad del perdón, actitud que sólo desde la fe, con la luz de la Gracia
y a través del constante recordar que el
camino de la vida llegará, por sí mismo, hasta su término, nos ayudará a dar
ese paso, que condensaría San Ignacio en el “magis”: siempre más allá de los
estrechos límites del cálculo, del desquite. “La Alianza hará que pasemos
por alto toda ofensas”.
La
vivencia de Pablo nos sacude: “Vivos o
muertos, somos del Señor”, y ¡Qué Señor! Recordamos el Salmo: Él es: “compasivo, misericordioso, que perdona,
cura, rescata, colma de amor y de ternura, no nos trata como merecemos”, su
compasión, que “siente con nosotros”, cubre cielos y tierra. ¿Nos esforzamos
por ser algo parecidos a Él? No dudo que el perdonar, sin que queden residuos,
parecería imposible, pero no lo es si nos dejamos traspasar por el perdón total
de Dios, en Jesucristo…, después de mirarnos y mirarlo en su entrega a la
muerte para darnos la vida, ¿qué podríamos esgrimir para no perdonar?
En el Evangelio, Pedro se detiene en cifras
que considera desmedidas: “hasta siete
veces”, pero Jesús, imagen viva del Padre, no sólo acepta el “más”, sino que
proclama el “Siempre” nos incita a vivirlo desde Él y con Él, no por las
consecuencias que se nos seguirían de no hacerlo, sino para ser como el Padre
Celestial “que hace salir el sol sobre
buenos y malos y deja caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5: 45) Es
un siempre cotidiano, universal, inacabable.
La parábola, toda ella claridad, nos entrega
un termómetro-compromiso: ¿me comporto como el rey magnánimo o como el
compañero insensible? Del mismo modo que a los compañeros del “entregado a los verdugos”, nos arrebata
la indignación, pero antes de emitir ningún juicio contra otro, volvamos a
nuestro interior con toda la sinceridad posible y pidámosle, una y mil veces al
Padre Celestial, que nos enseñe a perdonar como Él, gratuita y definitivamente,
pues “si somos fieles, Dios permanece
fiel; si somos infieles, Dios permanece fiel pues no puede desmentirse a sí
mismo”, (2ª. Tim. 2: 13) ¡qué alivio y a la vez, cómo crecen la gratitud y
la necesidad de una respuesta fiel.