Primera Lectura: del segundo libro del profeta
Samuel 7: 1-5, 8-12, 14. 16
Salmo Responsorial, del salmo 88
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo
a los romanos 16: 25-27
Evangelio: Lucas 1: 26-38.
El Señor nos esclarece más y más la razón de nuestra
alegría, la invitación que nos dejaba algo perplejos la semana pasada, pues nos
sentíamos como sin luz, sedientos, perdidos en el camino, hoy se ve iluminada
por la misma Palabra de Dios a través de Isaías, Palabra que anuncia, para
nosotros, lo que ya es Historia, pero que la humanidad tuvo que aguardar siglos
para contemplarlo: “Destilen, cielos, el
rocío, y que las nubes lluevan al Justo; que la tierra se abra y haga germinar
al Salvador”. Unión de lo divino y lo humano, el cielo, que sensiblemente
imaginamos “arriba”, y la tierra, nuestro barro, nuestra pequeñez, nuestra
debilidad, pero que recibe una fuerza tal que, por la presencia activa del Dios
Trinitario, es cuna humana de Jesús, el Emmanuel, el que realiza, desde la
Encarnación hasta la Resurrección y Ascensión, sin olvidar el paso amargo de la
Pasión y de la Cruz, la total afirmación del “Dios con nosotros”.
En la primera lectura, David desea construir una “casa”
para Yahvé, pero a través de Natán, Dios mismo le hace cambiar la visión: no
quiero un espacio reducido, mi casa son los hombres, mi casa no son piedras
inanes, es mi Pueblo, ustedes “piedras
vivas en las que se va edificando el templo espiritual” (1ª. Pedro 2: 5);
especialmente es “la dinastía que te
prometo, es tu hijo y es Mi Hijo”, “es
el trono y el reino que será estable eternamente”. Ya está gestado el
Misterio que se mantuvo secreto durante siglos y que ahora ha quedado de
manifiesto, en Cristo Jesús, “para atraer
a todas las naciones a la obediencia de la fe”. Sin duda resuenan las palabras de Jesús: “Dichosos ustedes porque oyen”; el
misterio aunque siga siendo misterio, ahora nos permite entrever su contenido
porque el Señor se ha hecho presente entre nosotros; pero no basta con oírlo,
la respuesta ha de ser: aceptar a Jesús “todo entero”, sin convencionalismos,
sin partijas, en la radicalidad de su entrega, de su amor, de su obediencia al
Padre. Por eso, “el Hijo de las
complacencias del Padre”, ya heredó y convirtió la promesa en realidad “al heredar el trono que será estable
eternamente”. Están abiertas las puertas del Reino, e invitados todos los
hombres a pasar el umbral y unirse al canto de alabanza con todos los que han
aceptado y seguirán aceptando, -confiamos contarnos entre ellos-, ingresar a la
Gloria: “Proclamaré sin cesar la
misericordia del Señor”.
En los domingos anteriores, personajes sin tacha, que no
pusieron “peros” al Espíritu de Dios, Isaías y Juan Bautista, nos mostraron
cómo prepararnos a la venida del Señor. Al concluir el Adviento, María centra
nuestra atención; Ella es el último eslabón en la larga cadena de personas a
las que Dios invitó a colaborar para hacer posible que el Verbo de Dios, Jesús,
se hiciera hombre. ¡Cuánto debemos aprender de Ella!
María, “llena de
Gracia”, aprendió a decidir desde la fe y la confianza, desde la penumbra
de lo incomprensible, pues no puede acceder a la evidencia que proviene de la
clara manifestación del ser, y acepta la palabra del ángel, testigo que sabe lo
que dice y dice lo que sabe, al fin y al cabo cumplidor de la misión recibida
de parte de la Trinidad, y se deja cobijar por “la sombra del Espíritu”.
La total disponibilidad de María, aun cuando le sea
imposible entender todo lo que encierra la petición de Dios –Él siempre pide
permiso para entrar a los corazones-, accede a salir de sí misma y deja que
Dios disponga de su vida: “Yo soy la
esclava del Señor, cúmplase en mí lo que has dicho”. Dios quiso y quiere
tener necesidad de los hombres. Que en cada uno de nosotros, como en María, “Jesús se haga carne y habite desde
nosotros, para todos los hombres y mujeres de nuestro mundo”.