Primera Lectura: del libro de la Sabiduría.
2: 12, 17-20
Salmo Responsorial, del salo 53: El Señor es quien me ayuda
Segunda Lectura: de la carta del
apóstol Santiago 3: 16, 4:
Aclamación:
Evangelio: Marcos 9: 30-37.
“Yo
soy la salvación de mi pueblo…, los escucharé en cualquier tribulación en que
me llamaren”.
Al sentirnos inmersos en una realidad social tan alejada de la conciencia de
pertenecer a Dios, ¿no es la hora precisa, urgente, para orar, pedir, confiar,
llamar, insistir, y descubrir que de verdad nos escucha? Cuánto debemos sopesar
las últimas palabras del apóstol Santiago: “Si
no alcanzan es porque no se lo piden a Dios. O si piden y no reciben, es porque
piden mal”.
¿Cuánto ha crecido nuestra confianza en la
oración?, ¿cuánto ha crecido aquella semilla de la Fe recibida, gratuitamente,
en el Bautismo? “La fe, creyendo, crece”, dice Santo Tomás de Aquino. Pero, ¿en
qué “dios” creemos?, ¿nos comportamos como los idólatras ante figuras que “tienen ojos y no ven, tienen oídos y no
oyen, tienen pies y no caminan, tienen boca y no hablan”?, (Salmo 135), si
nuestra concepción es tan plana, tan material, tan simplemente humana,
entendemos que no pueda escucharnos ni tampoco podamos escucharlo, ni para qué
esforzarnos en amar lo que es insensible, frío e impasible. En cambio si la fe
es auténtica, producirá frutos de paz, de solidez, de increíble resistencia
ante las adversidades que acosan al “justo”,
porque está llena de “la sabiduría de
Dios”, del Dios verdadero que nos manifiesta, por mil caminos, que “mira por nosotros”.
Con Él y desde Él recibiremos “el temple y valor” necesarios para ser
testigos de la verdad y la justicia al precio que sea. Empeño nada fácil, y me
atrevo a decir, menos aún ahora, pues nos exponemos a ser tildados de
“extraños, raros y antisociales”, contrarios a “los valores” que deshumanizan y
dominan las mentalidades y actitudes que nos rodean: poder, sexo, dinero,
parecer; mentalidades que “usan” a las personas en vez de acogerlas con cariño,
con entrega, con ansias de comunicarles vida y horizontes que les hagan sentir
su dignidad.
No estamos muy lejos de aquella
incomprensión que mostraron los discípulos, los cercanos, los que llevaban
tiempo de convivir con Jesús, los que creían conocerlo pero lo encerraron en
una idea preconcebida y totalmente nacida de perspectivas personales; seguían y
seguimos “pensando según los hombres y no
según Dios”.
Vivamos la escena, metámonos en ella,
actuemos sinceramente: Jesús los lleva –y nos lleva- aparte, quiere que lo
conozcamos, que al aceptarlo nos encaminemos al Padre, que le permitamos entrar
en el corazón, en la mente y lo proyectemos en las obras. ¡Con qué atención y
sin pestañear siquiera, escuchamos las confidencias de un amigo, su grito de
apoyo y comprensión; guardamos silencio respetuoso o preguntamos, con
delicadeza, lo no comprendido! Jesús deja entrever su interior, anuncia, por
segunda vez, lo que le espera; es algo muy superior a los enfrentamientos que
ha tenido con los escribas y fariseos, a la ocasión en que quisieron
despeñarlo, a las preguntas capciosas con que lo han acosado, habla del
sufrimiento y de la Pasión,
de la muerte, y vuelve a anunciar la Resurrección. Los
discípulos –nosotros- dejamos pasar de largo lo importante: la angustia del
otro, se enfrascan -nos enfrascamos- en trivialidades, no entienden ni entendemos
y para evitar la consecuencia de la verdad, seguimos
teniendo miedo de pedir explicaciones”. ¿Nos hemos dejado tocar por esa
comunicación, casi en secreto?, ¿han y hemos intentado “tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús”, como nos pide San
Pablo en Filipenses 2: 5? ¿De qué
discuten los discípulos?, no los juzguemos, comencemos por analizarnos a
nosotros mismos y descubramos lo que Jesús ya nos había enseñado: “De lo que hay en el corazón, habla la
boca”, (Lc. 6: 45). Que al menos la vergüenza de haberlo relegado nos deje
mudos. “¿Quién es el mayor?”, la
respuesta llega acompañada del ejemplo: “Si
alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos”; como el niño, el transparente, el sin dobles intenciones, el marginado,
el olvidado, el que refleja mi presencia, el que es como Yo que vivo pendiente
de la voluntad del Padre. Entonces se nos abrirán los ojos y nos encontraremos
en él y al encontrarnos, encontraremos al Padre.
¿Esperamos mayor claridad en el camino a seguir?,
por ello hemos pedido: “Concédenos
descubrirte y amarte en nuestros hermanos para alcanzar la vida eterna”.