Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 66:
10-14
Salmo Responsorial, del salmo 65: Las
obras del Señor son admirables.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a
los gálatas 6: 14-18
Aclamación: Que en sus corazones reine la
paz de Cristo; que la palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza.
Evangelio: Lucas 10: 1-12, 17-20.
“Meditamos,
Señor, los dones de tu amor”, en todo tiempo; recordar es traer al presente,
revivir, y cuando se trata de los dones recibidos, es avivar el compromiso de
reciprocidad, es continuar el aplauso interminable que reconoce cuanto el Señor
hizo, hace y continúa haciendo con nosotros y en nosotros. “Tú que creaste maravillosamente al ser humano y más maravillosamente
aún, lo reformaste”, concédenos mantener y aumentar la alegría que da la
experiencia de la liberación y que, desde Ti nos asegura la “felicidad de que nuestros nombres estén escritos
en el cielo”.
A esta alegría nos incita Isaías, al gozo y al
consuelo, porque el Señor mismo nos alimenta con “la abundancia de su gloria”. El tiempo que vivimos, el ambiente
que respiramos no es de paz; la inseguridad y la angustia nos rodean, no
encontramos hacia dónde mirar desde nuestro entorno, estamos como los
israelitas en situación de exilio, de incertidumbre; escuchemos la Palabra que anima, que
conforta, que alienta, Palabra que promete y que cumple, que “acaricia y arrulla con amor de madre”;
es Dios mismo “Padre y Madre” quien nos cuida y “nos hará florecer como un prado”. Escuchemos a Jesús mismo: “La paz les dejo, la mía, no la que da el
mundo”. (Jn. 14: 27) El mundo no puede dar esa paz, porque “la
Luz vino al mundo y, aunque el mundo se hizo mediante ella,
el mundo no la conoció”; pero “a los
que la recibieron, los hizo capaces de ser hijos de Dios”. (Jn. 1: 9, 12).
Elevemos la esperanza, la que procede del Espíritu que nos ayudará a invocar a
Dios como Padre-Madre y a alejar de nosotros todo temor, todas las tinieblas,
todo error. A cantar alborozados con el Salmo, como fruto palpable de que “las obras del Señor son admirables; no
rechaza nuestra súplica ni nos retira su favor”.
San Pablo en la secuencia de la Carta a los Gálatas,
ahonda más y más en el significado del amor, del que reluce en la práctica, del
que no se queda anclado en prácticas y ritos sin compromiso sino que va a la
donación total, la que siempre nos estremece porque sacude nuestro conformismo,
nuestra inmovilidad: la Cruz. Pidamos al Señor poder afirmar, un día, como
Pablo: “No permita Dios que me gloríe en
algo que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está
crucificado para mí y yo para el mundo”, con voz temerosa pero valiente
porque no proviene de nosotros mismos, sino de la Gracia que el mismo Jesús nos
concede.
Una vez más aparece el “envío”, en el pasaje que nos
narra San Lucas, es más universal, ya no son 12, sino 72 que se acompañan, que
van “como ovejas en medio de lobos”,
que juntamente les encomienda el Señor que “rueguen
al Dueño de la mies que envíe operarios”, y las condiciones para la
realización, simplemente como ha sido la vida de Jesús: en oración, en pobreza
y portadores de paz, para que aprendan a dar lo que han recibido. Que no
esperen éxito, porque la libertad humana es la que decide aceptar o no el
Reino, pero, en caso de rechazo, que confirmen, a pesar de la oposición: “de todos modos, sepan que el Reino de Dios
está cerca”.
El gran consuelo, la esperanza florecida que da
seguridad, la reafirma Jesús: “Alégrense
más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”. Allá está el final de la meta, allá “nos ha preparado un sitio”; la
fidelidad al anuncio, la fidelidad a Jesucristo es y será el lazo que nos
mantenga unidos.