Primera Lectura: Eclesiástico 15: 16-21
Salmo Responsorial, del salmo 118;
Segunda Lectura: de la primera carta del
apóstol Pablo a los corintios 2: 6-10;
Evangelio: Mateo 5: 17-37.
¿De verdad reflexionamos en lo escuchado el
domingo pasado: “sal de la tierra”, faros
encendidos que alumbren nuestra vida y la de los demás para que juntos “glorifiquemos al Padre que está en los
cielos”? Para ser fieles, constantes, perseverantes, al irnos conociendo,
al ir experimentando nuestra flaqueza, aprendemos a afirmar que “Dios es nuestra defensa, roca, fortaleza,
baluarte y escudo, guía y compañía”. En Él y sólo en Él encontraremos la
rectitud y sinceridad de corazón “que nos
haga dignos de esa presencia suya” que nos mantenga como la sal de la
tierra y luz encendida.
¡Libertad, cuánto te ansiamos y qué poco te
utilizamos rectamente! ¡Qué fácil nos dejamos envolver por el “sensamiento”
para encubrir nuestros caprichos y actuar sin detenernos a reflexionar que
nuestras decisiones tienen consecuencias que repercuten en la consecución o en
la pérdida de la Vida Verdadera!
“El
Señor conoce todas las obras del hombre”, aun aquellas que ignoramos o
pretendemos ignorar, por eso recordando el Salmo 19: “De mis pecados ocultos, líbrame, Señor”, y que desde lo profundo
de nuestro ser, hagamos viva la experiencia del salmo que recitamos en la
liturgia: “Dichoso el que cumple la
voluntad del Señor”, en ella está la sabiduría auténtica, la que repele las
engañifas de este mundo, la que el Señor Jesús ha traído desde el Padre, la del
Espíritu que nos sigue enseñando a buscar y a aquilatar la profundidad de Dios.
Busquemos la voluntad del Padre con la
pasión con que lo hizo Jesús, Él va siempre más allá de lo que dicen las leyes.
Para encaminarnos hacia ese mundo más humano que Dios quiere para todos, lo
importante no es observar simplemente la letra de la ley, sino tratar de ser
hombres y mujeres que se parezcan a él.
Quien no mata, cumple la Ley, pero si no arranca de su
corazón la agresividad hacia su hermano, no se parece a Dios. Aquel que no
comete adulterio, cumple la Ley,
pero si desea egoístamente la esposa de su hermano, no se asemeja a Dios. En
estas personas reina la Ley,
pero no Dios; son observantes, pero no saben amar; viven correctamente, pero no
construyen un mundo más humano.
Entendamos las palabras de Jesús: «No
he venido a abolir la Ley
y los profetas, sino a dar plenitud». No ha venido a echar por
tierra el patrimonio legal y religioso del antiguo testamento. Ha venido a «dar
plenitud», a
ensanchar el horizonte del comportamiento humano, a liberar la vida de los
peligros del legalismo.
Nuestro cristianismo será más humano y
evangélico cuando vivamos las leyes, normas, preceptos y tradiciones como los
vivía Jesús: buscando ese mundo más justo y fraterno que quiere el Padre.
¡Jesús, que al recibirte en la Eucaristía, nos
concedas estar abiertos a la acción de ese Espíritu de amor y de servicio, de
sinceridad y transparencia que nos enseñaste a través de tu vida!