Salmo Responsorial, del salmo 32
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 8-10
Mateo: 17: 1-9.
“Sálvanos de toda nuestras angustias”, sale del fondo de nuestro corazón esta petición, va más
allá de las palabras y se convierte en agradecimiento?
La liturgia de hoy gira, toda ella, en
torno a la respuesta de Fe. De Fe, así con mayúsculas, la que implica un salto,
un desasimiento al que muchas veces no estamos dispuestos, implica la aventura
de salir de nuestros propios criterios, para que, desde el conocimiento, un
conocimiento que no es inmediatamente perceptible en la integridad de su
contenido, porque se trata del “totalmente Otro”, surja la confianza y podamos
actuar con la determinación que impulsó a Abraham; Fe que ha impulsado a hombres y mujeres, a
través de la historia, a dejar las seguridades inmediatas, que pensamos que son
auténticas porque podemos palparlas y a lanzarnos, como invita el Señor, “a la tierra que Yo te mostraré”.
Abraham vive colgado de la esperanza, de la promesa porque ha comprendido Quién
es el que lo llama; todo es futuro, nada es inmediatismo, ni la tierra ni la
descendencia, esto se cumplirán en Jesucristo, plenitud de la revelación, más
allá de limitaciones geográficas, no es “una tierra”, es el Reino, es la Patria
definitiva.
“Abraham partió, como se lo había ordenado el Señor”, llamamiento que no proviene de sus méritos, exactamente
igual nos llama a nosotros, no por nuestros méritos, sino, como escuchamos en
la Carta a Timoteo, “porque Él lo dispuso
gratuitamente”; ¿ya iniciamos el peregrinaje o preferimos quedarnos en un
inmovilismo estéril, aferrados a lo que pensamos que tenemos ya como posesión?
Aquí la causa del retrasar el Encuentro.
El don ha sido por medio de Cristo
Jesús, en su manifestación, en su fidelidad, conseguido por la totalidad de su
vida y específicamente porque “con su
muerte destruyó nuestra muerte” e hizo brillar la luz de la vida y de la
inmortalidad por medio del Evangelio, que tememos escuchar y hacer vida, porque
no acabamos de percibir lo que oiremos en el Prefacio: “que la pasión es el camino de la resurrección”; preferimos una
contemplación agradable, lejana del compromiso que “exprime nuestro egoísmo”;
oír la invitación que viene del Padre: “Éste
es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”;
aunque de momento nos haga caer en tierra “llenos
de un gran temor”, al abrir los ojos, los oídos y el corazón, nos
encontraremos con la voz cálida, con la palmada cariñosa de Jesús que nos
anima: “Levántense y no teman”, crean en lo que han visto: la seguridad
del resplandor de la vida que espera a toda la humanidad: “el Hijo del hombre y todos, resucitaremos de entre los muertos”.
No tenemos la limitación que Jesús
impuso a los tres discípulos, ahora nuestra misión, fruto de la Fe, es dar
testimonio del Resucitado, con palabras y obras, en un seguimiento decidido,
que supere cualquier dificultad y con la fuerza del Espíritu demostrar que hemos escuchado al Padre y su
Palabra.