Primera Lectura: del libro del Éxodo 19: 2-6
Salmo Responsorial, del salmo 99
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 5:
6-11
Evangelio: Mateo 9: 36-10:8
“Oye,
Señor, mi voz…, ven en mi ayuda”,
clamamos en la antífona de entrada y completamos perfectamente en la
oración: “porque sin tu ayuda, nada puede nuestra humana debilidad”; si
en verdad sacamos a flor esa experiencia, soy débil, no cesará mi
boca, nuestra boca, de llamar al Señor, y seremos capaces de tratar de cumplir
siempre su voluntad.
¿De
dónde nace la confianza para invocar el nombre del Señor?, de Él mismo, de su
bondad, de la fuerza que nos comunica y nos llena de esperanza;
definitivamente, ¿qué pueblo pudo jamás escuchar la predilección del mismo
Dios?, y nosotros somos ese pueblo “su especial tesoro entre todos los
pueblos”; palabras del Éxodo que nos hacen recordar la Carta de San Pedro:
“Pueblo de reyes, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad”,
así, nuestro ser entero, sentirá lo que es el cobijo de Dios, ¿nos animaríamos
a desear más?
Insiste
en el mismo renglón el estribillo del Salmo, como para que esa verdad ilumine
siempre nuestros pasos: “El Señor es nuestro Dios y nosotros su
pueblo”. Reconozcamos que somos suyos; ya contamos con su gracia para
guardar la Alianza.
Pablo
en el fragmento de la Carta a los Romanos, ahonda todavía más: ¿cómo no vamos a
ser agradecidos, profundamente agradecidos, y recordemos que el agradecimiento
es la memoria del corazón, si “cuando todavía éramos pecadores, Cristo
murió por nosotros”? No tenemos hacia dónde desviar la mirada, en todo
lugar encontramos la misericordia y el amor de Dios por nosotros, el perdón y
la misericordia nos arropan: ¡Gracias, Señor!
Definitivamente
el Reino de Dios no está cerca, está dentro de nosotros… ¡qué
maravilla!
En el
Evangelio continuamos escuchando la misma melodía: Jesús se compadece de las
multitudes y lo sigue hacendó, porque en aquel entonces al igual que
ahora: estaban y estamos extenuados y desamparados como ovejas sin
pastor”; nuestro mundo continúa necesitando trabajadores en los campos de
Dios: Señor, danos sacerdotes santos según tu corazón, que alienten y alimenten
a tu pueblo, que lo sanen y lo santifiquen con y por la
acción del Espíritu Santo; así como elegiste a los doce, sigue desgranando
nombres que se alisten bajo tu bandera y, discerniendo tu mensaje, ahora sí
vayan a tierra de paganos, de hombres y mujeres hambrientos de verdad y de
vida, y sepan comunicar la luz que viene de tu Palabra.