Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 103: Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 3-7, 12-13
Evangelio: Juan 20: 19-23.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones…: “Ven, Espíritu Santo y llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.” ¡Ya lo ha hecho, ha colmado la tierra, ha dado la unidad, pidamos percibirlo, aceptarlo, seguir el flujo del soplo que consolidó a la Iglesia, que guió a la Primitiva Comunidad y quiere continuar su acción en nuestro vivir de cada día para que crezcamos y hagamos fructificar los dones que constantemente nos regala!
¡Qué lejos estamos de esa unidad!, pidamos con el mayor ardor, con fe viva, con esperanza cierta, lo que Jesús prometió y cumplió y necesitamos que realice de nuevo desde y con el Padre: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra”. En el mismo salmo sentimos la presencia de Dios en sus creaturas, en cada uno de nosotros; creados para ser “gozo de Dios”, ¿puede haber algo que nos entusiasme más que ser causa de “la alegría” de Dios?
Pablo, sin rodeos, reconoce la imposibilidad de elevarnos sin la acción y la fuerza del Espíritu, ni pronunciar podemos el nombre de Jesús, “el Señor”, sin la presencia del Espíritu. Hacia donde sea que miremos, si lo hacemos con fe, encontraremos que todo invita a la unidad, a la fraternidad, a la comunión, a la participación de la Vida Trinitaria; “multiplicidad de dones, pero un solo Espíritu”, “manifestaciones diversas pero el mismo Dios que hace todo en todos y precisamente para el bien común”, y todo ello sin violentar nuestra libertad, sin coaccionar nuestro interior, haciendo aflorar, si se lo permitimos, la conciencia de ser miembros del mismo Cuerpo en Cristo Jesús.
Dones inacabables, de los cuales el mayor es el mismo Dios; como nos dice Santo Tomás: “Dios no puede darnos menos que a Él mismo”, de Él proceden la filiación que nos engrandece, la fraternidad que nos conjunta, la Paz que nos aquieta. Sabernos pecadores y aun así enviados, sería imposible comprenderlo; pero no si dejamos que vibren fuertemente la palabra de la Palabra y el “nuevo soplo” que reaviva:
“Cómo el Padre me envió, así los envío a ustedes”, verdaderos cristos, con el mismo encargo de parte del Padre: llevar la paz y el perdón al mundo entero; hacer conscientes, a cuantos seres encontremos, que el Reino consiste en eso: en reconocer a Dios como Padre y en reconocernos y tratarnos como hermanos, jamás seremos capaces sin el Espíritu, sin Cristo, sin el Padre mismo en el centro de nuestros corazones. ¡Ven a renovarnos!