viernes, 17 de junio de 2022

12°. Ord. 19 junio 2022.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Zacarías 12: 10-11; 13: 1
Salmo Responsorial,
del salmo 67: Señor, mi alma tiene sed de ti.
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 3: 26-29
Evangelio:
Lucas 9: 18-24 

El salmo 27, en la Antífona de entrada hace que reavivemos los ánimos y confesemos que el Señor es “la única firmeza firme”, el que vela y guía nuestros pasos para que hundamos las raíces de nuestro ser en el suyo; ahí encontramos la amistad que conducirá nuestras acciones por caminos de amor y nos recordará lo que significa el “temor filial”, nunca determinarnos por algo que pudiera contristar al Amigo.

Descendientes de Abraham, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Gálatas, porque hemos aceptado ser incorporados a Cristo, -como aceptó el Patriarca vivir conforme a la voluntad de Yahvé-, hemos recibido, igual que Israel, “el espíritu de piedad y compasión para tener los ojos fijos en el Señor”, para que nunca se borre de nuestra mente, de nuestra vida, de nuestro interior lo que anuncia Zacarías: “mirarán al que traspasaron” y que recoge San Juan como testigo presencial; (19:37) de ese costado abierto manan la sangre y el agua que nos purifican “de todos los pecados e inmundicias”.  Pablo insiste, ya lo hizo el domingo pasado, en la necesidad de la fe en Cristo, al incorporarnos a Él por el bautismo, “quedamos revestidos de Cristo”.  Profundizando en la mentalidad bíblica, encontramos que el vestido indica la dignidad personal; una persona desnuda, la ha perdido; pero no juzga el apóstol con criterios humanos, nos hace penetrar más: esa incorporación hace que la dignidad personal se vuelva dignidad eclesial, unidad que acaba con cualquier división porque ahora “somos uno en Cristo”. Ahondar en esta realidad, por la fe, nos ayudará a ver la luz que debe iluminar nuestras relaciones, en medio de tanta convulsión y confusión de actitudes que, no solamente parece, sino que en verdad quieren acabar con la dignidad humana, muy lejos de lo que todos somos, por gratuidad divina, hijos e hijas de Dios.

Parafraseando el salmo, universalizando la mirada, podemos constatar que no sólo “mi alma tiene sed de ti”, sino que el mundo entero tiene sed de Ti, quizá sin querer confesarlo, pero queda de manifiesto en ese deseo, que brota por todas partes, de paz, de tranquilidad, de comprensión, de solidaridad, que es imposible encontrar en la violencia, en el egoísmo, en el ansia de poder y de tener. ¡Cómo necesitamos, Señor, que” derrames” – todavía con más abundancia, porque no queremos comprender- “tu espíritu de piedad y compasión”.

En el Evangelio Jesús hace presente la pregunta que interpela a todo ser: “¿Quién dices tú, que es el Hijo del hombre?”, un plural personalizado para que busquemos, allá adentro, no una respuesta vaga y nada comprometedora, sino la que surja del encuentro vivo con Él, de tal forma que nos disponga a intentar crecer en su conocimiento “para más amarlo y seguirlo”, para no soñar en heroísmos lejanos, sino con la rutinaria cruz de cada día, aceptada en la entrega, en el sacrificio, en las molestias y fatigas, sin brillo externo, la que va unida a la pasión y muerte, la que colabora, silenciosamente, a la salvación de la humanidad. Vivida en el amor que vence al mal. Entonces constataremos que la promesa se cumple en cada uno de nosotros: “el que pierda su vida por Mí, la encontrará”.

La senda es ardua, difícil, fatigosa, por eso nos ofrece el alimento necesario en la Eucaristía, “para no desfallecer en el camino”.