Primera Lectura: del segundo libro de los Reyes 5: 14-17
Salmo Responsorial, del salmo 90: El Señor, nos ha mostrado su amor y su lealtad.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 8-13
Evangelio: Lucas 17: 11-19
La insistencia, para que nos convenzamos, permanece: Dios es “un Dios de perdón”, ¿hacia dónde nos volveríamos si “conservara el recuerdo de nuestras faltas”?, la verdad es fuerte y nos hace reflexionar: “¿quién habría que se salvara?” La respuesta es clara: ¡nadie! Nuestra actitud, si hemos reflexionado, será la de aquellos que están “colgados de Dios” y de su Gracia, para sentirnos acompañados siempre y podamos actuar en consonancia: “descubriéndolo, amándolo y sirviéndolo en cada prójimo”.
El compromiso, a primera vista, se presenta como un camino obvio, fácil, al alcance de cualquiera, pero, lo hemos comprobado en el recorrido de nuestra propia historia, lo que tenemos enfrente, ¡no lo vemos o lo complicamos y acabamos por descartarlo!
Analicemos el proceder de Naamán, y descubramos lo que hay de él en nosotros: inicialmente se guía sensatamente: escucha, presenta al rey su petición, pues le ha impresionado la palabra de la doncella israelita “si mi amo fuera a ver al profeta, él lo curaría de la lepra”; emprende el camino, lleva regalos para el profeta, su imaginación lo acicatea: ¡me librará de esta ignominia de la lepra! Presenta la carta y se sorprende por la reacción del rey de Israel, probablemente Naamán pensaba que todo el pueblo sabía de la existencia de Eliseo, y de los prodigios que Yahvé realizaba por su medio.
Eliseo, hombre de Dios, vive de la fe y la confianza, “colgado de Dios”. Naamán, extranjero, ignorante –sin culpa-, imagina según sus criterios y se desanima al escuchar la proposición de Eliseo: “Báñate siete veces en el Jordán y quedarás limpio”. No entiende –la Fe supera la lógica-, el enojo y la desilusión se apoderan de él; pero sus criados le invitan a reflexionar; accede, con humildad obedece y “su carne quedó limpia como la de un niño”. ¡Sanado de la lepra y de la ignorancia!, entiende y agradece: “Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”; ha experimentado lo inesperado aunque ansiado, y proclama su fe, fruto del encuentro con Dios Salvador: “A ningún otro dios volveré a ofrecer sacrificios”.
A nosotros, también, constantemente “el Señor nos muestra su amor y su lealtad”, al reconocerla y revivirla, proclamemos vivamente el Aleluya: “Demos gracias, siempre, unidos a Cristo Jesús, esto es lo que Dios quiere”.
Jesús nos aguarda, ¡curados de tantos males!, a que regresemos, no solamente a darle las gracias, sino para, exultantes, “alabar a Dios en voz alta”.
Jesús, con el Padre y el Espíritu Santo, “Nos ha rescatado cuando aún éramos pecadores”, nos conserva en la existencia, nos llena de oportunidades para reintegrarnos a la Comunidad, a la familia, al profundo sentido de la vida; por su muerte nos ha dado vida para que captemos que no somos extranjeros ni advenedizos, “sino ciudadanos del cielo”.
Jesús mismo nos ha enseñado a pedir; repasemos el Padre Nuestro, pero juntamente a ser agradecidos, a reconocer que el Señor es Dios; que el Gloria, que tantas veces hemos recitado, lo meditemos para que, lentamente, en contacto con la Trinidad, proyectemos que ¡“el agradecimiento es la memoria del corazón! Escuchemos con ánimo renacido: “¡Levántate y vete. Tu fe te ha salvado!”.
Mucho por aprender: saber escuchar, obedecer, moderar la imaginación, ser humildes y reconocer para regresar, alabar y bendecir a Dios. ¿De qué lepra nos tiene que curar el Señor?