Primera Lectura: del libro del Eclesiástico 35: 15-17, 20-22
Salmo Responsorial, del salmo 33
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 4: 6-8, 16-18
Evangelio: Lucas 18: 9-14.
¿Se alegra, con toda sinceridad, mi corazón porque busco continuamente la ayuda del Señor, porque anhelo estar en su presencia? ¿Cómo es mi trato con Dios, ha pasado a ser para mí un factor determinante, ojalá, único, a quien acudo antes de cualquier elección, a quien reconozco como mi Señor? ¿Es mi oración un monólogo o un diálogo humilde y confiado que pide la solidificación de la fe, la esperanza y el amor para enderezar el camino y seguir sus mandamientos, para agradarlo y recibir de Él la corona prometida a cuantos esperan, con amor, su venida?
¿Cuál es la realidad, mi realidad a la que me enfrento?, esa “verdadera historia” que pide San Ignacio, la que es y como es, abierta en abanico, sin intentar solapar mi pequeñez con las minúsculas acciones, sin duda buenas, pero que distan, años luz, de lo que Él espera de mí. De ninguna manera se trata de un juicio condenatorio global, sino de que analice, con franqueza, si estoy viviendo el “cumplimiento” partido: “cumplo y miento”, o bien he profundizado en mi interior y me encuentro, sin rodeos, “pecador”. Viene a cuento lo que dice San Agustín: “pecador no es tanto el que peca, sino el que se sabe capaz de pecar”, de hacer a un lado a Dios y ponerse en el centro del propio ser hasta la acción, dictada por la intención: en la soberbia, en el apropiarse de lo que no es suyo, esgrimirlo como propio, como algo que le pertenece y que guarda, de manera larvada, el desprecio a los demás.
Por más que lo intente, “el Señor no se deja impresionar por apariencias…, escucha las súplicas del oprimido…, la oración del humilde – aquel que reconoce la verdad -, que atraviesa las nubes y, mientras no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste hasta que el justo Juez le hace justicia”. Esta es la oración que oye Dios: “Señor, apiádate de mí que soy un pecador”. Sé que no habrá cambios espectaculares en mi vida, no prometo nada, me voy conociendo y he constatado que esos propósitos, hechos mil veces, yacen olvidados en papeles amarillentos, simplemente estoy aquí para que me mires como sólo Tú sabes hacerlo: con misericordia, perdón y comprensión. ¡Mírame para que alguna vez pueda mirarte! ¡Aparta de mí la tentación de “la ilusión de la inocencia”, la que me haría, como incontables veces lo ha hecho, sentirme superior ¡“: Yo no soy como los demás”!
Que aprenda de los que te han servido fielmente, de Pablo, que siente en todo momento que “has estado, estás y permanecerás a su lado”, para luchar bien en el combate, para continuar caminando hacia la meta, perseverante en la fe, esperanzado en recibir el premio prometido; sin enorgullecerse por sus méritos, pues sabe de dónde proviene la capacidad de pronunciar y mantener el ¡sí! del compromiso para llegar, sostenido por ti, al Reino celestial y proclamar: ¡Gloria al Único que la merece!
¡Señor, que regrese, que regresemos, justificados, porque Te hemos reconocido como nuestro Dios y nuestro Padre, porque nos hemos reconocido pecadores, necesitados pero reanimados, seguros de tu amor y tu perdón pues ya nos has mirado y fortalecido con el Pan que da la Vida en esta Eucaristía, en ella te nos das en Jesucristo, tu Hijo y Hermano nuestro!