Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 22: 19-23
Salmo Responsorial, del salmo 137: Señor, tu amor perdura eternamente. Aleluya.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 11: 33-36
Evangelio: Mateo 16: 13-20.
“Inclina tu oído y respóndeme” le decimos al Señor en la antífona de entrada; pienso que más bien sería al revés: Señor, que te escuchemos y te respondamos. Recuerdo el curso de Ejercicios que tomé en Roma, ya hace años y la precisión que hacía el P. Herbert Alphonse: “La oración del pagano es palabra, la del cristiano es escucha”.
Toda petición que hacemos tiene una finalidad y no deja de cumplirse en lo que nos une a toda la Iglesia: “Danos amar lo que nos mandas y desear lo que nos prometes, para que en medio de la inestabilidad del mundo, estén anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad” ¡Esa, la que nunca se acaba, la que viene de Ti, la que pacifica, centra, conduce y orienta hacia la posesión de nuestro ser en tu Ser!
Las lecturas de hoy nos hacen estremecer sanamente, ante la infinitud del Señor, a reconocerlo, alabarlo, a medir nuestra pequeñez, cierta, pero enorme porque de Él tenemos todo, y, especialmente, la gratuidad de la salvación en Cristo Jesús; por eso finaliza este fragmento con esa exclamación de Pablo: “¡A Él la gloria por los siglos de los siglos!” Nos acercaremos a Él, no por vía intelectual: “¡Qué impenetrables son sus designios e incomprensibles sus caminos!”, sino por la afectiva, experiencial, orante, cuajada de asombro y de silencio, abierta a la efectiva acción del Espíritu desde dentro, atentos a la manifestación del Padre, dóciles en la actitud de escucha.
Hemos captado la relación entre la promesa que hace Isaías a Eleacín y la de Jesús a Pedro: “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo podrá cerrar, lo que él cierre, nadie lo podrá abrir.” Aquella fue punctual, la de Cristo abre la universalidad eclesial, la permanencia a pesar de la incredulidad creciente, a pesar del indiferentismo, por sobre cualquier estructura que amenace la dignidad de la persona, porque su origen viene desde arriba, “del Padre de las luces”.
La pregunta: “Y ustedes ¿quién dicen que soy Yo?”, continúa resonando en el mundo y en cada uno de nosotros. No podemos contentarnos con una respuesta irrelevante, sin compromiso, que permanezca a nivel de opinión extrínseca. Pidamos que surja, con una fe firme y decidida, confiada en Dios y mantenida por el trato y el conocimiento interno de Jesús: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” Aquel que ofrece frescura, novedad, creatividad, liberación, esperanza que inicia desde aquí, esfuerzo por instaurar un Reino de justicia y de paz y que cuente con nuestra adhesión incondicional, hecha acción, para convertirnos, a ejemplo suyo, en hombres y mujeres para el servicio de los demás.
Digámoselo al recibirlo en la Eucaristía, en ese encuentro profundo y silencioso. Digámoselo con humildad y llenos de confianza. ¡Ciertamente nos escucha!