San Juan utiliza un lenguaje fuerte, insiste en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Sólo así experimentaremos en nosotros su propia vida. En definitiva, es necesario comer a Jesús: «El que me come a mí, vivirá por mí».
La afirmación tiene un tono que a los judíos sonó todavía más agresivo cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto no es simbólico, es realista. «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él».
Invitación y lenguaje que ya no producen impacto entre los cristianos. Habituados a escucharlo desde niños, tendemos a repetir lo que venimos haciendo desde la primera comunión. Todos conocemos la doctrina aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar, Cristo se hace presente en nosotros por la gracia del sacramento de la eucaristía.
Por desgracia, todo puede quedar en doctrina pensada y aceptada; pero, con
frecuencia, nos falta la experiencia de incorporar a Cristo a nuestra vida
concreta. No sabemos cómo abrirnos a Él para que nutra con su Espíritu nuestra
vida y la vaya haciendo más humana y más evangélica.
Comer a
Cristo es mucho más que acercarnos, rutinariamente, a realizar el rito
sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo exige un acto de
fe y apertura de especial intensidad, que se vive sobre todo en el momento de
la comunión sacramental, pero tiene que proyectarse también en otras
experiencias de contacto vital con Jesús.
Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar, desde lo más profundo,
encontrarnos con Él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su Espíritu y
haga crecer lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y transforme las
zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar. Esto es “distinguir
los signos de los tiempos” y “entender cuál es la voluntad de Dios”; entonces
brotarán, espontáneamente los himnos de gratitud y de alabanza al Padre en el
nombre del mismo Señor Jesucristo.
Alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico
de su Evangelio; interiorizar sus actitudes básicas; encender en nosotros el
instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y
seguidores para hacer de Él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se
alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio. Que María, cuya Asunción
celebramos recientemente, interceda para que aprendamos a “subir”.