Regresa, con insistencia de aquel que
se percibe, conoce y palpa pequeño e indigente, la súplica confiada: “Salva a
tu siervo que confía en Ti”.
Urgidos de la paz, anhelando aquello que nos haga pregustar la felicidad
verdadera, en medio de los miedos, de la inseguridad que nos rodea, encontramos
la indicación exacta: “amar lo que nos mandas, Señor”; amar que es “servir”
nacido del conocer que lleva a la decisión personal, liberadora, de no tener
los ojos y el corazón sino puestos en Ti.
¿Puede haber felicidad entre los hombres, entre nosotros, que parecería que no
la buscamos o que nos extraviamos por caminos diferentes? Al reflexionar, una
vez más, sobre el egoísmo, sobre el exceso de individualismo que pinta por
entero a la sociedad y a cada uno de nosotros, pedimos al Señor, porque sabemos
que “puede darnos un mismo sentir y un mismo querer”. El amor propio es reacio,
por eso continúa nuestra súplica: Tú puedes cambiarnos y lograr que desde
nuestro interior “amemos lo que nos mandas y anhelemos lo que nos prometes”.
Tus mandatos parecerían pesados, pero cuando ha crecido el amor, se clarifica
el contenido de la elección: la decisión para lograr el Bien Mayor.
Josué en la primera lectura, proclama su elección, la que ha aprendido de la
irrupción de Dios en la historia del hombre. ¿“Quién es el Señor? ¿Quién los
sacó de Egipto?”. Tradición hecha vida que comparte y que invita: “Si no les
agrada servir al Señor, sigan aquí y ahora a quién quieren servir…, en cuanto a
mí toca, mi familia y yo serviremos al Señor”. El ejemplo, testimonio de un ser
que sabe en Quién ha puesto su confianza, fortalece el compromiso, rompe las
ataduras que pudieran desviarlo y contagia al pueblo para que dé la respuesta
acorde a la Bondad que los ha guiado; así surge espontánea, sincera, al menos
de momento, aunque después la fragilidad la rompa: “Lejos de nosotros abandonar
al Señor”. La memoria regresa al presente los pasos del pasado. ¡Que nuestro
decir no se pierda en los tiempos; que ilumine con luz nueva el ahora constante
en que vivimos!
Tres
veces, en domingos sucesivos, el Salmo nos impele a “hacer la prueba y ver qué
bueno es el Señor”, el Espíritu no obra por casualidad; ¿qué nos quiere decir
con su insistencia?
En la lectura de la Carta de San Pablo brilla el profundo significado del
matrimonio, tan lejano en el mundo actual y tan necesario para que encuentre el
fundamento real que puede sostenerlo; Cristo y la Iglesia en unidad
indisoluble, por sobre las limitaciones, infidelidades y desvíos, Él se entregó
a sí mismo para presentar a la Iglesia “sin mancha ni arruga ni nada semejante
sino santa e inmaculada”. Esposo y esposa en mutua entrega que busca, sin
medida, el bien y el gozo del amado. ¿No está presente otra vez la fuerza del
Espíritu?
Jesús no ceja, su palabra suena definitiva: “Mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida”. Los oyentes “se escandalizan: duras son estas
palabras, ¿quién podrá soportarlas?”, acto seguido, lo abandonan; elección que
evade el compromiso de aceptar la entrada “del Espíritu y la Vida”. La pregunta
de Jesús a sus discípulos nos abarca: “¿También ustedes quieren dejarme?” Antes
de responder, analicemos con de Pedro la actitud que, una vez más conlleva el
compromiso: “Señor, ¿a Quién iremos?, Tú tienes Palabras de vida eterna”.
¡Señor haznos coherentes con la fe en Ti, danos ese mismo “sentir y querer”!