miércoles, 15 de octubre de 2008

29º Ordinario, Domingo de las Misiones, 19 octubre 2008.

Is. 56: 1, 6-7; Salmo 66; 1ª. Tim. 2: 1-8; Mt. 28: 16-20.

Podemos decir que es “nuestro domingo”, “el domingo especial de la Iglesia”, el domingo del “envío universal” que eso significa Misión.

El Señor Jesús ha completado la Obra del Padre, ha convivido con nosotros, nos “ha dado a conocer todo lo que ha oído del Padre” (Jn. 15: 15), nos llama amigos, ciudad construida en la cima de una montaña, luz que alumbre, por las obras, a los demás hombres para que den gloria al Padre que está en los cielos, Viña escogida, sarmientos que quieran permanecer unidos a la vid para dar frutos abundantes que perduren, fermento en la masa, semillas que crezcan de tal forma que los pájaros puedan hacer nido en “nuestras ramas”.

Podríamos encontrar muchas otras referencias y enriquecerlas con las vivencias de los Apóstoles y de la Iglesia Primitiva que tenía la conciencia de “poseer una sola alma y un solo corazón”, que “se alimentaba con la oración en común, con la Palabra viva y con el Pan compartido”, que hacía vibrar los interiores de quienes la miraban, al grado de exclamar: “miren cómo se aman”. (Hech. 2: 42-47) Iglesia que había nacido del último deseo de Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, (Jn. 13: 34-35); deseo y ejemplo que permanecen activos y que Él sigue aguardando que se conviertan en signo convincente de una comunidad que alienta, que contagia alegría, que ora y trabaja para que surja una humanidad nueva guiada por la unidad de la fe y la promoción de la justicia.

Los cimientos aparecen, en el mensaje que Yahvé proclama por boca de Isaías: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia…”, tan actual como lo es su Palabra; tan comprometedora para todo tiempo, y si cabe, más, en la época y circunstancias que vivimos y que envuelven, prácticamente al mundo entero, pues no solamente parece, es real la despreocupación por esos derechos universales, por la justicia que libera, que, de vivirse honestamente, se convertirá en camino que unirá a todos los pueblos, que conducirá a la paz y a la profunda alegría.

Lo que por nuestras propias fuerzas no podemos lograr, sí lo pueden la fe y la oración “por todos los hombres y en particular por los jefes de Estado”, por todos aquellos que tienen la responsabilidad de procurar la paz y el respeto; así estaremos en consonancia con la Voluntad de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad…, que el mundo se vea libre de odios y divisiones.”

Señor, ¿es lo que esperas de nosotros? Escuchamos su respuesta: “Como el Padre me envió, así los envío a ustedes” (Jn. 20: 21), “Vayan a todas las naciones y enseñen”. Somos Iglesia Peregrina, partícipes de la misión salvífica, fincados en la fe y en la esperanza, en el conocimiento que, con la luz del Espíritu Santo, tratamos de comunicar en fidelidad al Evangelio, en relación Trinitaria, “bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, para cumplir “todo lo que Yo les he mandado”.

El envío y el reto nos sobrecogen, pero Jesús, conocedor de nuestra debilidad y nuestros miedos, nos conforta, nos asegura, nos fortalece: “Sepan que Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. ¡Gracias, Señor!, sólo así podremos “evangelizarnos para evangelizar”.