miércoles, 29 de octubre de 2008

31º.Los Fieles Difuntos, 2 noviembre 2008

Sabiduría: 3: 1-9; Salmo 26; 1ª. Jn. 3: 14-16; Mt. 25: 31-46.
Continuamos la alegría de ayer en que conmemoramos la festividad de Todos los Santos, gozosos con cuantos “alaban al Hijo de Dios”. Santos no son únicamente los que veneramos en los altares, aquellos que han sido canonizados por ser ejemplo de fidelidad en el seguimiento de Jesucristo, sino cuantos el Padre ha recibido en el Reino y cuyas interioridades, decisiones, esperanzas y realizaciones sólo Él conocía, aquellos que ya vieron cumplida su esperanza, la que nos impulsa y alienta a no desfallecer para unirnos a la Iglesia triunfante, fiados en la abundante misericordia de nuestro Dios; Él, misteriosa pero realmente, nos hace participar de su vida divina, como dice San Juan (1ª.Jn. 1:1): “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”. Oteando el horizonte de eternidad, que escapa a nuestro conocimiento e imaginación, nos asegura la verdad más maravillosa: “seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Le pedíamos a Dios, en la oración del domingo pasado: “aumento de fe, esperanza y caridad”, la asistencia y fuerza necesarias para cumplir sus mandamientos y llegar al “monte donde ya está preparado el festín con platillos suculentos y vinos exquisitos”; banquete en el que sabemos que conviviremos con cuantos hemos amado, más todavía, con cuantos han amado a Jesús y han vivido su mensaje, “donde ya no habrá pena ni dolor, donde nadie estará triste, y nadie tendrá que llorar”. (Canon Niños III)

Hoy, al recordar a “los que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz” (Canon Romano), los contemplamos y nos contemplamos como lo que somos: caminantes, peregrinos en busca de la Patria, sabedores de que “no tenemos aquí ciudad permanente, andamos en busca de la futura”. (Hebr. 13:14) Por la fe, que hemos pedido al Señor que nos la aumente, por la fe cuyas huellas han dejado nuestros seres queridos porque no se detuvieron en el camino, porque supieron levantarse de tropezones y olvidos, damos la dimensión exacta a la muerte, realidad incomprensible sin la seguridad de la resurrección, “si creemos que Jesús murió y resucitó, así también creemos que Dios llevará con el a los que mueren en Jesús”.
¿Cómo aprenderemos a “morir en Jesús”? San Juan nos responde en su carta: “Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Y “dar la vida”, no implica lo cruento del martirio, es, simplemente, hacer presente lo que escuchamos en el Evangelio el domingo pasado: “El segundo es semejante al primero: ama a tu prójimo como a ti mismo”, entonces nos prepararemos para el momento del juicio, recordando lo aplicado a San Juan de la Cruz: “en el atardecer de tu vida te examinarán del amor”, contenido tan concretamente explicitado por Jesús hoy: “cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron”.
Recordemos el cariño con que trataron a tantos nuestros difuntos y avivemos la esperanza de que hayan escuchado de labios de Jesús el llamado final: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”. Oremos con ellos y que ellos oren por nosotros, pues “ya ven a Dios tal cual es”, para que el Señor nos reúna, a todos, en el Reino eterno de su Gloria.