Is. 63: 16-17, 19; 64: 2-7; Salmo 79; 1ª. Cor. 1: 3-9; Mc. 13: 33-37.
La búsqueda de Dios ya ha sido encuentro, y es Él, como, sin fin, lo hemos comprobado, quien da el paso hacia nosotros; siglos de espera, de súplica, de esperanza no quedan defraudados. Gozosos y admirados, constatamos que Dios, Padre amoroso, nunca olvida su alianza.
Isaías contempla a la Ciudad y al Templo derruidos, mira al Pueblo, y a sí mismo, a todos los elegidos y en ellos a todos los hombres de la tierra, que llevan y llevamos un “corazón endurecido”; eran y somos “como trapo asqueroso, como flores marchitas”, pecadores impuros y lejanos de la justicia y la verdad, paja inerte que arrebata el viento; “nadie invoca el nombre del Señor ni se refugia en Él”; todo es tiniebla y desolación; mas se eleva el grito de la fe que halla pronta respuesta: “rasgas los cielos y bajas, eres, Señor, nuestro Padre, vuelve a moldearnos con tus manos de incansable alfarero”.
Reconocer de dónde viene la verdadera sabiduría, es don de Dios. Abrir los ojos es dejar que la luz nos ilumine para “mirar su favor y ser salvos”. Por eso cantamos en el Salmo su manifestación y su poder, su visita y protección, la elección que ha hecho de nosotros y cómo nos guarda y nos renueva; sólo por Él conservamos la vida, y con la gracia y la paz que nos ha concedido por medio de Jesucristo, “crecemos en el conocimiento de la Palabra y en la fidelidad del testimonio”, hasta el día de su advenimiento para que “nos encuentre irreprochables”.
Pablo nos ha recordado que “no carecemos de ningún don”, el Señor Jesús utiliza una parábola en la que se presenta a Sí mismo como el hombre que reparte dones y tareas, advierte a todos que “velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”, y luego sale de viaje. Cristo vino “habitó entre nosotros”, algunos no lo recibieron y siguen sin recibirlo, otros afirmamos que lo hemos recibido y que por ello, “nos hace capaces de ser hijos de Dios”, (Jn. 1: 12).
En su primera “venida” abrió caminos, ensanchó corazones, hizo resplandecer la Verdad que brotaba de Él con fuerza suficiente para ofrecer la purificación a todo hombre; si hemos profundizado en la realidad de “ser hijos de Dios”, trataremos de ser coherentes a esa filiación, a la fidelidad en el testimonio y a la actitud de “vigías y porteros” alerta, que estamos “esperando la segunda venida del Señor”, esa actitud impedirá que “nos encuentre durmiendo”, nos ayudará a “poner nuestro corazón no en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos”, (Oración después de la Comunión) y a hacerle caso al Señor que por tres veces nos advierte: “Velen”.
Adviento es tiempo de preparación y esperanza, es tiempo para hacer, con especial finura, el examen de nuestra conciencia y de mejorar nuestra pureza interior para recibir a Dios en Jesucristo; tiempo para pensar, con detenimiento, ¿Quién viene, de dónde viene y para que viene?
La búsqueda de Dios ya ha sido encuentro, y es Él, como, sin fin, lo hemos comprobado, quien da el paso hacia nosotros; siglos de espera, de súplica, de esperanza no quedan defraudados. Gozosos y admirados, constatamos que Dios, Padre amoroso, nunca olvida su alianza.
Isaías contempla a la Ciudad y al Templo derruidos, mira al Pueblo, y a sí mismo, a todos los elegidos y en ellos a todos los hombres de la tierra, que llevan y llevamos un “corazón endurecido”; eran y somos “como trapo asqueroso, como flores marchitas”, pecadores impuros y lejanos de la justicia y la verdad, paja inerte que arrebata el viento; “nadie invoca el nombre del Señor ni se refugia en Él”; todo es tiniebla y desolación; mas se eleva el grito de la fe que halla pronta respuesta: “rasgas los cielos y bajas, eres, Señor, nuestro Padre, vuelve a moldearnos con tus manos de incansable alfarero”.
Reconocer de dónde viene la verdadera sabiduría, es don de Dios. Abrir los ojos es dejar que la luz nos ilumine para “mirar su favor y ser salvos”. Por eso cantamos en el Salmo su manifestación y su poder, su visita y protección, la elección que ha hecho de nosotros y cómo nos guarda y nos renueva; sólo por Él conservamos la vida, y con la gracia y la paz que nos ha concedido por medio de Jesucristo, “crecemos en el conocimiento de la Palabra y en la fidelidad del testimonio”, hasta el día de su advenimiento para que “nos encuentre irreprochables”.
Pablo nos ha recordado que “no carecemos de ningún don”, el Señor Jesús utiliza una parábola en la que se presenta a Sí mismo como el hombre que reparte dones y tareas, advierte a todos que “velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”, y luego sale de viaje. Cristo vino “habitó entre nosotros”, algunos no lo recibieron y siguen sin recibirlo, otros afirmamos que lo hemos recibido y que por ello, “nos hace capaces de ser hijos de Dios”, (Jn. 1: 12).
En su primera “venida” abrió caminos, ensanchó corazones, hizo resplandecer la Verdad que brotaba de Él con fuerza suficiente para ofrecer la purificación a todo hombre; si hemos profundizado en la realidad de “ser hijos de Dios”, trataremos de ser coherentes a esa filiación, a la fidelidad en el testimonio y a la actitud de “vigías y porteros” alerta, que estamos “esperando la segunda venida del Señor”, esa actitud impedirá que “nos encuentre durmiendo”, nos ayudará a “poner nuestro corazón no en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos”, (Oración después de la Comunión) y a hacerle caso al Señor que por tres veces nos advierte: “Velen”.
Adviento es tiempo de preparación y esperanza, es tiempo para hacer, con especial finura, el examen de nuestra conciencia y de mejorar nuestra pureza interior para recibir a Dios en Jesucristo; tiempo para pensar, con detenimiento, ¿Quién viene, de dónde viene y para que viene?
Que Jesús mismo, en la Eucaristía que celebramos, nos llene de estas actitudes positivas, para que su llegada produzca frutos de amor y de salvación.