Jonás 3: 1-5, 10; Salmo 23; 1ª. Cor. 7: 29-31; Mc. 1: 14-20.
Termina hoy, con la celebración de la Conversión de San Pablo, la octava de oraciones por la unión de las Iglesias.
Conversión, palabra que, nacida del corazón arrepentido, engendra novedades, horizontes luminosos y ojos limpios que descubren lo ignorado hasta entonces; antes, al volverse hacia adentro, encontraban tinieblas y vacío, superficialidad y nada duradero, pero al escuchar la llamada que llega desde arriba, sea por boca de Jonás, los ninivitas, sea por la luz que derriba en el caso de Pablo, todo cambia: valores, actitudes, entusiasmo, esfuerzo que exige sacrificio, confianza que surge vigorosa y derriba, porque la fe la impulsa, los muros que asfixiaban y que, ni unos ni otro, advertían.
¡Cómo va madurando la Palabra – el Señor que no deja de invitarnos -, dentro del ser humano, aunque al principio choque con el rechazo! Cada uno es testigo de sí mismo y sin duda confiesa, en el silencio íntimo, que el llamamiento quema porque duele lo profundo del yo que tiene que aprender a romperse para que salga a luz todo lo nuevo; para decirle a Dios, con actos, que queremos cambiar, que no nos satisface tanta palabra vana que hemos pronunciado; tampoco vestirnos de sayal y de ceniza y aparentar por fuera; cierto que en Nínive fue signo y “convirtió al Señor”, que “al ver sus obras no les envió el castigo”. No olvidemos el lenguaje “sapiencial y didáctico” del libro de Jonás, el modo pedagógico en el que Dios se nos da a conocer como perdón y amor, nunca como castigo…, que su Palabra nos ayude a madurar en el aprendizaje.
Regresemos a Pablo, hombre de carne y hueso, de pasiones violentas, de formación legal e intransigente, sin duda busca la verdad, pero el Señor le sale al encuentro como quien Es, La Verdad, y frente a tal resplandor que penetra la entraña e ilumina todas las intenciones del corazón, no hay otra respuesta: “¿Qué debo hacer, Señor?” La ceguera de fuera ha curado la interna; la obediencia guía ahora sus pasos; la oración de Ananías le quita las escamas y le anuncia la misión que le espera: “El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y escucharas sus palabras, porque deberás atestiguar ante todos los hombres lo que has visto y oído”. La conversión es plena, se realiza el bautismo, reconoce que Jesús es el Señor y él queda limpio de sus pecados. Algo muy parecido sucede con nosotros si queremos escuchar y mirar y aceptar el encargo de decir y vivir la Verdad; hemos sido elegidos, simplemente porque el Señor nos quiere. Hace tiempo que se inició el proceso, ¡que no lo interrumpamos!
“El tiempo apremia”, “este mundo que vemos es pasajero”, la experiencia de Pablo se une a los cuatro primeros: Pedro, Andrés, Santiago y Juan y captan que escuchar la Voz significa seguirla; ¡encontrarse con Cristo no deja alternativa!, sin que violente la libertad del ¡sí!
El Amor no requiere decirse, se transforma en unión de intereses y vidas que saltan al vacío sin dejar de mirarse, sin más explicaciones rompe las ataduras, todas ellas, y aprende a mantener el ritmo de los pasos, los que con Él culminen en el Reino.
Termina hoy, con la celebración de la Conversión de San Pablo, la octava de oraciones por la unión de las Iglesias.
Conversión, palabra que, nacida del corazón arrepentido, engendra novedades, horizontes luminosos y ojos limpios que descubren lo ignorado hasta entonces; antes, al volverse hacia adentro, encontraban tinieblas y vacío, superficialidad y nada duradero, pero al escuchar la llamada que llega desde arriba, sea por boca de Jonás, los ninivitas, sea por la luz que derriba en el caso de Pablo, todo cambia: valores, actitudes, entusiasmo, esfuerzo que exige sacrificio, confianza que surge vigorosa y derriba, porque la fe la impulsa, los muros que asfixiaban y que, ni unos ni otro, advertían.
¡Cómo va madurando la Palabra – el Señor que no deja de invitarnos -, dentro del ser humano, aunque al principio choque con el rechazo! Cada uno es testigo de sí mismo y sin duda confiesa, en el silencio íntimo, que el llamamiento quema porque duele lo profundo del yo que tiene que aprender a romperse para que salga a luz todo lo nuevo; para decirle a Dios, con actos, que queremos cambiar, que no nos satisface tanta palabra vana que hemos pronunciado; tampoco vestirnos de sayal y de ceniza y aparentar por fuera; cierto que en Nínive fue signo y “convirtió al Señor”, que “al ver sus obras no les envió el castigo”. No olvidemos el lenguaje “sapiencial y didáctico” del libro de Jonás, el modo pedagógico en el que Dios se nos da a conocer como perdón y amor, nunca como castigo…, que su Palabra nos ayude a madurar en el aprendizaje.
Regresemos a Pablo, hombre de carne y hueso, de pasiones violentas, de formación legal e intransigente, sin duda busca la verdad, pero el Señor le sale al encuentro como quien Es, La Verdad, y frente a tal resplandor que penetra la entraña e ilumina todas las intenciones del corazón, no hay otra respuesta: “¿Qué debo hacer, Señor?” La ceguera de fuera ha curado la interna; la obediencia guía ahora sus pasos; la oración de Ananías le quita las escamas y le anuncia la misión que le espera: “El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y escucharas sus palabras, porque deberás atestiguar ante todos los hombres lo que has visto y oído”. La conversión es plena, se realiza el bautismo, reconoce que Jesús es el Señor y él queda limpio de sus pecados. Algo muy parecido sucede con nosotros si queremos escuchar y mirar y aceptar el encargo de decir y vivir la Verdad; hemos sido elegidos, simplemente porque el Señor nos quiere. Hace tiempo que se inició el proceso, ¡que no lo interrumpamos!
“El tiempo apremia”, “este mundo que vemos es pasajero”, la experiencia de Pablo se une a los cuatro primeros: Pedro, Andrés, Santiago y Juan y captan que escuchar la Voz significa seguirla; ¡encontrarse con Cristo no deja alternativa!, sin que violente la libertad del ¡sí!
El Amor no requiere decirse, se transforma en unión de intereses y vidas que saltan al vacío sin dejar de mirarse, sin más explicaciones rompe las ataduras, todas ellas, y aprende a mantener el ritmo de los pasos, los que con Él culminen en el Reino.