“Después de que Jesús se bautizó, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo se posó sobre Él, y resonó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien he puesto todo mi amor”. Materia para reflexionar íntimamente es a lo que orienta la Antífona de Entrada. Jesús se ha hecho en todo igual a nosotros menos en el pecado; Él no precisa del Bautismo de arrepentimiento, pero desea comenzar su vida pública mostrándose “como simple hombre” (Filip. 2: 7); se ha preparado durante 30 años en la soledad, en el anonimato, en la constante relación con el Padre. No con palabras sino con actitudes sencillas, humildes, irá corrigiendo, y ahora comienza, las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel: nada de poder, ni exterminio, ni temor a la ira de Dios, (algo totalmente impensable), “ni el hacha tocando la base de los árboles, y todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego” (Mt. 3:10), sino amigo de los hombres, derrochador de misericordia y comprensión, cercano a los pobres, débiles, enfermos y desvalidos, por eso “se abren los cielos”, para significar que la Alianza, la Promesa sigue en pie, que la gratuidad venida desde el Padre, continua llegando a todos los hombres: “como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar…, así será la palabra que sale de mi boca, no volverá a mi sin resultados, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.
La Palabra del Padre confirma a Jesús como Su Palabra que unirá cielo y tierra, que nos enseñará a comprender que “sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni nuestros caminos son sus caminos”. El único camino para llegar al Padre es y será, exclusivamente, Jesucristo, y para que se acreciente nuestra fe, nos permite escuchar la gran Revelación: “Tú eres mi Hijo amado, Yo tengo en ti mis complacencias”. Cristo que llega a “cumplir la misión que el Padre le ha encomendado”. Él es “la fuente de la que sacaremos agua con gozo, para nuestra salvación”; es quien nos ofrece, “trigo, vino y leche, sin pagar”; “préstenme atención, vengan a mí, escúchenme y vivirán”.
¿En qué gastamos y nos gastamos?, ¿caminamos por senderos derechos, proseguimos en la tarea de preparar, constantemente, el camino del Señor?, ¿aceptamos la nueva visión que Jesús nos trae, sabiendo que no concuerda con nuestros sentimientos, con nuestros apetitos, con nuestras inclinaciones y deseos?
Sacudamos la modorra interior y tomemos muy en serio la Palabra que se expresa en San Juan: “Nuestra fe es la que nos da la victoria sobre el mundo. Porque ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios”. Ya hemos sido bautizados no solamente en agua, sino en agua y con el Espíritu. Hemos recibido la semilla, el germen que, si lo dejamos crecer, precisamente, por la acción y obra del Espíritu, nos hará capaces de irnos configurando a la imagen del Hijo de las complacencias del Padre y seremos “verdaderos hijos por adopción” (Rom. 8; 15)´
Sacudamos la modorra interior y tomemos muy en serio la Palabra que se expresa en San Juan: “Nuestra fe es la que nos da la victoria sobre el mundo. Porque ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios”. Ya hemos sido bautizados no solamente en agua, sino en agua y con el Espíritu. Hemos recibido la semilla, el germen que, si lo dejamos crecer, precisamente, por la acción y obra del Espíritu, nos hará capaces de irnos configurando a la imagen del Hijo de las complacencias del Padre y seremos “verdaderos hijos por adopción” (Rom. 8; 15)´
Ha llegado el más fuerte, el que ha vencido a la muerte y al pecado con su muerte, su sangre y el Espíritu. La gratuidad, a pesar de serlo, pide nuestra respuesta en reciprocidad y ésta consiste en que no solamente creamos que “Jesucristo es el Hijo de Dios”, sino en que vivamos según su ejemplo, para que el Padre pueda decir de cada uno de nosotros: “éste es mi hijo muy amado, esta es mi hija muy amada, en ellos tengo mis complacencias”. Nuestra meta: ¡Vivir a gusto de Dios!, como lo hizo Jesucristo.