Jn. 1: 35-42.
El Señor, en la Epifanía ilumina a todos los hombres, con su Bautismo los purifica, con su Voz, que llama constantemente, los guía; los que lo aceptan, son llamados “hijos de Dios” que invitan a la tierra entera a que entone himnos en su honor. Si nos encontramos entre ellos, nuestros días transcurrirán en su paz.
Finalizó el tiempo de Navidad, inicia el Tiempo Ordinario, semana tras semana, meditaremos, paso a paso, las acciones, los dichos, las enseñanzas, la voz de Jesucristo. Oírlo, sentirlo cercano a cada hombre, encontrar dónde vive y aprender a pasar toda la tarde escuchándolo, nos hará comprender la inquietud que lo invade: ¡Conóceme, acéptame, sígueme!
En Samuel admiramos una fe obediente, que supera flojeras, que tres veces se yergue, presurosa, en medio de la noche, que no pone pretextos y en su constancia abre, todavía sin saberlo, su interior para que el Espíritu del Señor halle en él su morada.
Responder al llamado en silencio expectante, delinea lo que ha de ser la oración cristiana: “Habla, Señor, tu siervo te escucha”. ¡Interioridad, discernimiento; percepción de la Voz, para superar los ruidos que adentro provocamos y los que desde fuera aturden!
Captada, sin temores, la llamada, hace surgir la respuesta a tono con el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, y completamos alegres y sinceros: “Lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.
El Señor nos habla en muchas formas, la paciencia es necesaria, seguimos como escuchas, pero el amor nos urge a salir al encuentro; no interrumpir los pasos tras aquel al que Juan señaló como “El Cordero de Dios”; que el asombro lo alcance y los labios enuncien la pregunta que inicie el diálogo profundo: “¿Dónde vives, Rabí?” Su respuesta nos llevará con Él, “Vengan a ver”. Con Él descubriremos que son posibles la paz y la amistad.
La convivencia pone el corazón a disposición de Dios. Haber “visto” a Jesús en su pobre morada nos invita a ofrecernos para que nos habite. La comunicación con Él, y el descubrir la Verdad, harán brotar el ansia de decirla a los otros.
La experiencia vivida exigirá anunciarla para que todo aquel que la oiga, pueda sentir el mismo pero diverso gozo, según el nombre con que La Voz lo nombre. Ya lo sabemos, el que pone nombre a los seres, es dueño de los mismos; el Padre nos ha nombrado hijos en el Hijo, por tanto “ya no somos dueños de nosotros mismos”, “somos miembros de Cristo y nos hacemos con Él un solo espíritu”. ¡Glorifiquemos a Dios con nuestro ser entero!
El Señor, en la Epifanía ilumina a todos los hombres, con su Bautismo los purifica, con su Voz, que llama constantemente, los guía; los que lo aceptan, son llamados “hijos de Dios” que invitan a la tierra entera a que entone himnos en su honor. Si nos encontramos entre ellos, nuestros días transcurrirán en su paz.
Finalizó el tiempo de Navidad, inicia el Tiempo Ordinario, semana tras semana, meditaremos, paso a paso, las acciones, los dichos, las enseñanzas, la voz de Jesucristo. Oírlo, sentirlo cercano a cada hombre, encontrar dónde vive y aprender a pasar toda la tarde escuchándolo, nos hará comprender la inquietud que lo invade: ¡Conóceme, acéptame, sígueme!
En Samuel admiramos una fe obediente, que supera flojeras, que tres veces se yergue, presurosa, en medio de la noche, que no pone pretextos y en su constancia abre, todavía sin saberlo, su interior para que el Espíritu del Señor halle en él su morada.
Responder al llamado en silencio expectante, delinea lo que ha de ser la oración cristiana: “Habla, Señor, tu siervo te escucha”. ¡Interioridad, discernimiento; percepción de la Voz, para superar los ruidos que adentro provocamos y los que desde fuera aturden!
Captada, sin temores, la llamada, hace surgir la respuesta a tono con el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, y completamos alegres y sinceros: “Lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.
El Señor nos habla en muchas formas, la paciencia es necesaria, seguimos como escuchas, pero el amor nos urge a salir al encuentro; no interrumpir los pasos tras aquel al que Juan señaló como “El Cordero de Dios”; que el asombro lo alcance y los labios enuncien la pregunta que inicie el diálogo profundo: “¿Dónde vives, Rabí?” Su respuesta nos llevará con Él, “Vengan a ver”. Con Él descubriremos que son posibles la paz y la amistad.
La convivencia pone el corazón a disposición de Dios. Haber “visto” a Jesús en su pobre morada nos invita a ofrecernos para que nos habite. La comunicación con Él, y el descubrir la Verdad, harán brotar el ansia de decirla a los otros.
La experiencia vivida exigirá anunciarla para que todo aquel que la oiga, pueda sentir el mismo pero diverso gozo, según el nombre con que La Voz lo nombre. Ya lo sabemos, el que pone nombre a los seres, es dueño de los mismos; el Padre nos ha nombrado hijos en el Hijo, por tanto “ya no somos dueños de nosotros mismos”, “somos miembros de Cristo y nos hacemos con Él un solo espíritu”. ¡Glorifiquemos a Dios con nuestro ser entero!