Salmo Responsorial: 4
Segunda Lectura: 1ª. Jn. 2: 1-5;
Evangelio: Lc. 35-48.
Jesús sabe lo que sucede en nuestro interior, de preocupa por nosotros: ”¿Por qué se alarman? ¿Por qué surgen tantas dudas en su corazón?»
Cuántos hombres y mujeres de nuestros días responderíamos inmediatamente enumerando razones y factores que provocan el nacimiento de mil dudas y vacilaciones en la conciencia del hombre moderno que desea creer.
Es bueno recordar que muchas de nuestras dudas, aunque quizá las percibamos hoy con una sensibilidad especial, son dudas de siempre, vividas por hombres y mujeres de todos los tiempos.
No olvidar lo que con tanto acierto dice Jaspers: «Todo lo que funda es oscuro». La última palabra sobre el mundo y el misterio de la vida se nos escapa. El sentido último de nuestro ser se nos oculta.
Pero, ¿qué hacer ante interrogantes e inquietudes que nacen en nuestro corazón? Cada uno ha de recorrer su propio camino y buscar a tientas, con nuestras propias manos, el rostro de Dios. Pero es bueno recordar algunas cosas válidas para todos.
Reconocer y aceptar que el valor de la vida depende del grado de sinceridad y fidelidad con que vive cada uno de cara a Dios. No es necesario que hayamos resuelto todas y cada una de nuestras dudas para vivir en verdad ante Él.
Comprender que para que muchas de nuestras dudas se diluyan, es necesario que nos alimentemos interiormente con oración y sacramentos. Desde estas fuentes comenzaremos a comprender algo, si nos dejamos arrebatar por el misterio.
Anhelar el querer creer, a pesar de las interrogantes que nos asedian sobre el contenido de dogmas o verdades cristianas, - no se trata de evidencias inmediatas -, eso ya es una manera humilde pero auténtica de vivir en verdad ante Dios.
Quisiéramos vivir algo más grande y gozoso y nos encontramos con nuestra pobre lógica que desea todo claro y rectilíneo. Quisiéramos agarrarnos a una fe firme, serena, radiante y vivimos una fe oscura, pequeña, vacilante.
Si en esos momentos, sabemos «esperar contra toda esperanza», creer contra toda increencia y poner nuestro ser en manos de ese Dios a quien seguimos buscando a pesar de todo, en nuestro corazón hay fe. Somos creyentes. Dios entiende nuestro pobre caminar por esta vida.
Jesús Resucitado nos acompaña y seguirá acompañándonos hasta el fin de los tiempos. Una vez más pidamos como el padre del niño epiléptico: “¡Creo, Señor, aumenta mi fe!”