jueves, 5 de noviembre de 2009

32º Ordinario, 8 Noviembre, 2009

Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 10 - 16
Salmo Responsorial 145: El Señor siempre es fiel a su palabra.
Segunda Lectura: Lectura de la carta a los hebreos 9: 24 - 28
Evangelio: Marcos 12: 38 - 44

Al recorrer nuestra vida y detenernos, al menos un instante, a analizar nuestra forma de orar, de confiar, de permitir que el Espíritu nos haga experimentar la cercanía de Dios, ¿hemos encontrado en Él, oídos sordos?, o más bien ¿no hemos escuchado su respuesta? Su Palabra no es ni puede ser vacía: “El Señor escucha el clamor de los pobres y los toma a su cuidado”. ¿Nos hará falta elevar más nuestro clamor y vivir despegados de lo que, según nosotros, nos da seguridad?

Ya nos lo enseñaba Jesús el domingo pasado: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. Pobreza que no se aferra a nada de este mundo porque sabe que todo pasa, que se abre a la aventura, porque ha aprendido “a dejar en las manos paternales de Dios, todas sus preocupaciones”; es la forma de liberarnos de la “neurosis de posesión”, para aceptar, vivencialmente, que el ser es inmensamente más que el poseer.

Lo sabemos, lo sentimos, pero, hurgando en mi interior, y, sin prejuzgar, probablemente en el de cada uno de nosotros, encuentro que mucho se ha quedado a nivel de “intención, de deseo, de horizonte lejano, de cierta impotencia práctica”, todo surgido de la naturaleza que se contenta con una fe fría que no ha logrado entusiasmarse por Cristo y por el Reino, que se fía más de lo palpable, de lo que está al alcance, de lo que “resuelve los problemas inmediatos” y olvida mirar el final del camino.

¡Qué diferencia entre nuestras actitudes y las de Elías y la viuda de Sarepta! El profeta, perseguido, pobre, errante, acepta la indicación de Dios y se encamina a tierra pagana; lleva lo único que no falla: “la fe en el Señor”, allá lo encontrará en una mujer pobre como él, que escucha una voz, quizá temblorosa, que le pide todo lo que tiene: “Tráeme, por favor un poco de agua para beber…, y un poco de pan”. La respuesta es trágica: “Te juro, por el Señor, tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan sólo un puñado de harina y un poco de aceite en la vasija…, prepararé un pan para mí y para mi hijo, lo comeremos y luego moriremos”. En tierra pagana existen corazones grandes, abiertos al Señor Dios, con una confianza envidiable, que aceptan lo imposible y ven cumplidas las promesas; dan todo y ya no les faltará nada. Veámonos en ella, ¿en quién pensamos primero, y cómo actuamos? ¡Descúbrenos, Señor, tus caminos, porque el ansia de seguridad, de guardar lo que creemos tener, impide la aventura de crecer!

Jesús, en el Evangelio, enseña a mirar y a deducir la riqueza interior: “El Señor no juzga por las apariencias” (Is. 11:3); no se dejen impresionar por las dádivas de lo que “sobra”: “Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”. Dos moneditas que no aumentarían el tesoro del templo. Jesús no se fija en la cantidad, sino en la grandeza del corazón, la confianza y el desprendimiento.

Animarnos a dar, como Cristo Jesús, el todo, sin detenernos a medir. Él se da a Sí mismo de una vez para siempre, para purificarnos, para abrirnos el camino hacia el Padre, y “ser la salvación de aquellos que lo aguardamos y tenemos en Él nuestra esperanza”.