martes, 10 de noviembre de 2009

33º Ordinario, 15 Noviembre, 2009.

Primera Lectura: Daniel 12: 1-3;
Salmo Responsorial, Salmo 14: Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 10: 11-14, 18;
Evangelio: Marcos 13: 24-32.

Ha llegado al Señor nuestra súplica, su respuesta es tonificante: “Yo tengo designios de paz, no de aflicción”. Él siempre actúa mirando nuestro bien: “los libraré de su esclavitud dondequiera que se encuentren”. Le pedimos que nos libere de lo que más nos impide seguirlo, de nuestra egolatría, para vivir de forma que respaldemos con nuestros actos y “su ayuda la búsqueda de la felicidad verdadera”.

Con el profeta Daniel nos preguntamos estremecidos por su visión apocalíptica: ¿hacia dónde vamos, cómo será es fin en el que nos envolverá la angustia? Aun cuando no nos llegara como revelación, todo ser humano trata de escudriñar el más allá. ¡Imposible imaginar lo no experimentado!, y van surgiendo figuras que ensombrecen, lejanas de la realidad, y, para disiparlas, fijémonos en la luz de la esperanza: “Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro”; - ya pedíamos hace dos domingos que nuestros nombres estuvieran en “esa multitud que nadie podría contar”. Al seguir leyendo y escuchando, “muchos de los que duermen en el polvo, despertarán; descubrimos que ya está plantada en nosotros la semilla de la resurrección; el proyecto de Dios es que despertemos a “la vida eterna”, si es que, siguiendo los impulsos del Espíritu, procedimos como “sabios y justos, para brillar como estrellas por toda la eternidad”. No podemos olvidar la contraparte que nos advierte el Apocalipsis: “Escribe: Dichosos los que en adelante mueran en el Señor. Cierto, dice el Espíritu: podrán descansar de sus trabajos, pues sus obras los acompañan” (14: 13). ¿Nos presentaremos ante el Señor con las manos vacías?, ¿pondremos en riesgo el gozo eterno?, ¿aguardamos un despertar amanecido o bien optamos por quedarnos en polvo hecho obscuridad?

Si no soy lo que soy, jamás llegaré a ser lo que quisiera ser. El tiempo, que no existe, nos apresura a discernir, no lo urgente, sino lo importante. Caminamos aquí para trascender y encontrar, al final, que el esfuerzo, el silencio, la introspección, la confiada plática con Dios, van llenando el esbozo que fuimos al principio y encarnan en nosotros la única realidad que seguirá viviendo: el ser de Cristo, de ese Cristo que, otra vez nos pone enfrente la Carta a los Hebreos, “que se ofreció en sacrificio por los pecados y se sentó a la derecha de Dios; con su ofrenda nos ha santificado”. ¡Cuánto sentido toma nuestra oración del Salmo!: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida”. Que aceptemos con todo nuestro ser, que Tú eres el Camino, cualquier otro nos desviará de nosotros mismos.
El discurso apocalíptico de Jesús, invita a que encontremos convicciones que alimenten la esperanza: La historia de la humanidad llegará a su fin, esta vida no es para siempre, va hacia el Misterio de Dios.
Jesús volverá “y lo veremos”, sin necesidad de sol, ni luna ni de estrellas; la luz de la verdad, de la justicia y de la paz, emanando desde Él, iluminarán a la nueva humanidad. Viene a “reunir a los elegidos”, -que tu misericordia nos encuentre entre ellos-, porque con la presencia activa del Espíritu, habremos hecho vida tu proclama: “Mis palabras no pasarán”.
En petición constante, te expresamos, Señor: ¡que estemos atentos al brote de la higuera y entendamos los signos manifiestos!, no son preludio de un vacío, sino anuncio de la estación final, la del abrazo eterno, contigo Padre, con Jesús, abrazados por el Espíritu de Vida.