miércoles, 13 de enero de 2010

2° Ordinario, (Ciclo C) 17 Enero, 2010

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 62: 1-5;
Samo Responsorial, del Salmo 95: Cantemos la grandeza del Señor
Segunda Lectura: de la primera carta de apóstol San Pablo a los Corintios 12: 4-11
Evangelio: Juan 2: 1-11.

Comenzamos la serie de domingos del Tiempo Ordinario, no porque nada suceda, es una denominación litúrgica que diferencia Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés; pero como se trata del Señor que nos sigue hablando, buscando, mostrando signos, todo día es extraordinario, todo día es oportunidad para crecer en el conocimiento y amor de Dios, para encontrar el significado de su palabra y de sus gestos en Jesucristo.

En medio de tanta perturbación, de la deshumanización, de la soledad de muchos corazones, anhelamos que la antífona de entrada se vuelva realidad: “Que se postre ante el Señor la tierra entera, que todo ser viviente alabe al Señor”. No llegará, ya llegó, el día en que la Palabra y la acción de Dios abracen a la humanidad entera y ésta quiera, en verdad, abrir los ojos y los oídos y apropiarse el deseo del Señor: “Por amor a mi pueblo” – por amor a cada ser humano – “haré surgir la justicia, y la salvación brillará como antorcha”. Aquí radica nuestra confianza, a pesar de los tiempos de obscuridad y angustia. No más lamentaciones, ni sombras de abandono: “A ti te llamarán ´Mi complacencia´, y a tu tierra ´Desposada´”. ¿De verdad experimentamos estar en “las manos” de Dios?, ¿somos conscientes de su preocupación por nosotros?, ¿aquilatamos el peso de gloria que nos manifiesta al “llamarnos a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo”? Como respuesta espontánea entonaríamos siempre el estribillo del Salmo: “Cantaríamos sin cesar las grandezas del Señor”.

El fragmento de la carta a los Corintios nos impulsa a pensar “en comunidad”, todos recibimos “el mismo Espíritu”, y, aunque las manifestaciones sean diversas, cuanto somos y tenemos, debería estar orientado “hacia el bien común”. ¡Qué lejos estamos de esa realidad!, de sólo pensar en quitar los obstáculos que rompen la posibilidad de una humanidad auténticamente fraterna, “transcurrirían nuestros días en la paz”.

En el Evangelio de hoy, encontramos a Jesús, a María, a los discípulos, compartiendo la alegría de una boda. Se unen a la alegría, a la comida que une, al departir que conoce y se deja conocer, que enriquece y se enriquece; son seres humanos en toda la extensión de la palabra y la realidad.

María, como Madre, capta lo que ni el maestresala ha percibido, se aproxima a su Hijo y le dice: “Ya no tienen vino”. La respuesta de Jesús, como muchas otras que habrá escuchado y seguirá escuchando, a pesar del desconcierto, la asimila y su corazón de Madre inventa la solución: “Hagan lo que Él les diga”. Conocemos el desenlace: María “ha adelantado la hora del Señor”. La fidelidad de los sirvientes, ante lo inusitado, nos deja palpar a un Dios, en Jesucristo, que alimenta la alegría de los hombres.

Pienso que mucho podemos aprender de este “signo”: permitir al Señor que nuestra agua, vida insípida, se transforme en “vino nuevo” que dinamice, desde nuestro interior, el entorno en que vivimos y aumente en nosotros la confianza en las indicaciones de María, una Madre que busca siempre lo mejor para sus hijos: “Hagamos lo que Jesús nos diga”, cercanos a Él y a Ella, seguros de que, aun cuando en ocasiones nos pudiera parecer difícil lo que nos pide, ¡creamos!